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Thomas Mann y el Doctor Fausto

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Thomas Mann (1875-1955) es un producto de Weimar, además de una especial metamorfosis del expresionismo germánico. No es que Mann se preocupara excesivamente por romper moldes, pero hay que reconocer que, de alguna manera, creía en una evolución progresiva del arte de escribir como reflejo de la realidad. En Mario y el mago (1930) se aprecia la intención de representar el fracaso de la República de Weimar por su incapacidad en hacer frente a la violencia de unos acontecimientos irrefrenables y suficientemente comprensibles históricamente. Este libro es una pequeña obra maestra, de formato reducido, después de la amplia extensión de Los Buddenbrook (1901) y La montaña mágica (1924).
Es con posterioridad a la derrota de Alemania cuando Mann descubre la necesidad, tal vez íntima, de recuperar la materia fáustica para explicarse a sí mismo el destino de su país. Pero no podemos olvidar que su Doctor Fausto (1947) es, por otra parte, una tesis dirigida solemnemente a todos sus compatriotas, a todos los europeos y a todo el mundo, ya que la catástrofe alemana sugería la idea de un espejo de príncipes y un aviso para todos los pueblos.
En la Alemania de la segunda posguerra encajaba a la perfección un replanteamiento del negocio de la venta del alma. Pero la personalidad de Mann no podía prescindir de ciertas garantías para poder jugar con ventaja. Adrian Leverkünh, el protagonista de Doctor Fausto, es un músico y en el capítulo VII leemos que “la música es la ambigüedad erigida en sistema”. Todo un mecanismo de defensa. Mann, que lo que quería era moverse a sus anchas en esta novela, teniendo siempre a mano el recurso de la ambivalencia, culmina su estrategia interviniendo en la acción a través de Seremis Zeitblom, doctor en filosofía, que es el amigo que nos cuenta la vida de Leverkünh. Zeitblom es un narrador refugiado confortablemente en su mediocridad: humanista, burgués y de talante afectuoso, sensato y humilde. Es decir, un sujeto nada fiable. Mann siempre actúa bajo la protección de su eficacísima habilidad autoirónica. Táctica muy recomendable en aquella época de farsantes y de muertos. En verdad parece decirnos que ha llegado la hora de los muertos. ¿Pero cuándo no es la hora de los muertos? De lo que no cabe duda es que en la literatura de Mann abundan los profesionales. La montaña mágica está llena de ellos. Y qué vamos a hablar del ‘cavaliere Cipola’, el funesto brujo que pasa con su turbador espectáculo por Torre di Venere en Mario y el mago; o del Von Aschenbach de La muerte en Venecia.
En Doctor Fausto el elenco ya es de lujo, empezando por Leverkünh: un experto en dramas y cataclismos artísticos. Zeitblom es un maestro de la impostura. Pero el demonio encargado de la fatídica transacción se lleva toda la gloria como gran señor en su oficio: elegancia, altura intelectual, claridad meridiana, sublime industria. Hay que escucharlo con ese pico de oro en sus obligaciones comerciales: “¿Crees tú, pues, en un genio que no tenga nada en común con los infiernos? ‘Non datur’. El artista es hermano del criminal y del demente”. Aquí está vendiéndole a la víctima lo que ésta quiere oír. ¿Y el infierno? El infierno, concluye el enviado satánico: “sucede aparte y fuera del lenguaje”. Y agrega Su Malignidad: “allí todo está abolido, toda compasión, todo perdón, toda contemplación, hasta el último vestigio de piedad”. Con Doctor Fausto se cierra un ciclo que quizá haya durado más de la cuenta. Se evapora ese insulso motivo de la tragedia del arte; se esfuma la construcción ilusoria de la teoría del genio.


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