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Elecciones en la aldea de los bástulos

Pero todo líder requiere de lugartenientes que sean capaces de sustituirle en caso de necesidad o ausencia

Publicado: 04/12/2023 ·
13:52
· Actualizado: 04/12/2023 · 13:52
  • Oleaje en el océano.. -
Autor

Salvo Tierra

Salvo Tierra es profesor de la UMA donde imparte materias referidas al Medio Ambiente y la Ordenación Territorial

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Observaciones de la vida cotidiana en el metro, con la Naturaleza como referencia y su traslación a política, sociedad y economía

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Era la aldea de los bástulos, en una isla sin nombre al este de un arraijanal, un pueblo tranquilo, afable y pacífico. Su fundación, hace tres mil años coincidió con un período climático muy favorable para su desarrollo. En poco tiempo se duplicó el número de habitantes, y luego se triplicó gracias a que fue acogiendo a todos aquellos otros bástulos que vivían desperdigados por la vega del gran río. La gestión del asentamiento, con sus dos puertos a los que llegaban y de donde partían excelentes productos, con sus comercios en los que se ofrecía tan diversas mercancías, era cada vez más complicada. Entonces, los fundadores acordaron que había que tener un líder, innecesario hasta entonces, para el mejor gobierno de la creciente aldea. Algunos propusieron que debía ser el más fuerte, como emblema ante posibles enemigos, y que en consecuencia debía de dirimirse la elección mediante una justa. Sin embargo, la mayoría fue más lógica y ganó la propuesta de que fuese aquella persona más docta y locuaz, para lo que las distintas candidaturas debían dirigir un discurso al pueblo, a través del cual debían dar a conocer sus propuestas para el futuro. Así se inventaron un sistema de elección democrática a través de votos de calidad. El voto de los miembros del Consejo de ancianos valían tres veces lo que el resto de ciudadanos fundadores, hasta cinco veces el de los acogidos y hasta diez la de los aun adolescentes. En las primeras elecciones ganó casi por consenso Trakján, a los que siguieron otros hombres y mujeres, que se sucedían cuando daban muestras de cansancio, ya fuese por voluntad propia o por decisión del Consejo de ancianos. Pero todo líder requiere de lugartenientes que sean capaces de sustituirle en caso de necesidad o ausencia, pero sobretodo era necesario descargarlo de cada vez más tareas y decisiones. El quinto mandatario de la dinastía observó que cuantos más vicezafires o lugartenientes nombrase más asegurado tendría garantizado su futuro por años. La sexta mandataria, que accedió al poder tras decretar el Consejo el cansancio del Zafir, duplicó el número de zafires. También repartieron numerosas canonjías el séptimo y el octavo, hasta tal punto que cada vez eran menos los ciudadanos que no tuviesen una atribución. Fuese cual fuese el encargo en la tarea de gobierno, desde el control de los puertos hasta el conteo de gatos y perros en la villa, todos reclamaban el apoyo de personal, para lo que se acordó que esas tareas las hicieran la reducida población de los acogidos, que lo aceptaron con desagrado. El desconcierto surgió ante la toma de decisiones, ya que las responsabilidades estaban tan diluidas que muchas veces se desconocía a quien correspondía el veredicto final.

Aquella mañana se levantó con un cielo plomizo y el mar a pesar de su calma chicha rugía de forma sorprendente. Los augures presagiaron que sobrevenía una catástrofe. Lo comunicaron a las bases de los acogidos, que fueron trasladándolo con pesadez a una cadena de mando cargada de dudas y de pasar responsabilidades a otros. Así era el desconcierto cuando asomo en el horizonte una enorme ola, sin que nadie alertase a la población de lo que sobrevenía. Al final el tsunami se trago la isla, con sus puertos, sus casas y sus comercios, y hasta con toda su población. Así son los finales de las historias de las organizaciones en donde hay ‘más jefes que indios’, en nuestro caso que bástulos.

 

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