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Mentalidad pocilguera: algunos avances

Recuerdo que de niño, al salir de vacaciones hacia el norte atlántico y galaico con mi familia, me llamaba la atención cómo las solerías de los bares y cafés

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Recuerdo que de niño, al salir de vacaciones hacia el norte atlántico y galaico con mi familia, me llamaba la atención cómo las solerías de los bares y cafés se vaciaban de servilletas usadas y de filtros de colillas desde Madrid hacia arriba, porque por aquí abajo era costumbre que los suelos de los establecimientos estuvieran alfombrados de celulosa. Aquellos suelos ochenteros se convertían, por añadidura, en formidables pistas de patinaje, así que no había que esperar a Navidad: las grasas vegetales y los untos de vísceras animales se maridaban bajo nuestros pies con las cabezas de crustáceos y hasta con las conchas de los moluscos sureños, cuyo chasquido al alcanzar las baldosas se iba multiplicando conforme la clientela aumentaba y los decibelios crecían. En muchos bares no había ni siquiera papeleras y, cuando se las pedíamos al camarero, este se mostraba amable al invitarnos a arrojar los desperdicios al suelo, como dando a entender que no había problema en ello. En muchos otros, la alfombra de porquerías tenía un sustrato maderero y dorado de serrín, porque era costumbre que algunos varones esputaran mirando al sur, y así era mucho más fácil para los camareros recoger luego lo que ciertos clientes habían querido compartir con el prójimo: era una España aún católica, sentimental y sin complejos.

En realidad, si nos atenemos a lo que el deán Mazas escribe en su Retrato al natural de la ciudad y término de Jaén, en 1794, todo esto era el resultado de una venerable tradición de siglos, porque el erudito cántabro aseguraba que los forasteros que nos habían visitado iban afirmando por ahí, ya por aquellos años, que éramos un poco guarretes; y tampoco los viajeros románticos que pasaban por la ciudad en el siglo XIX, de regreso de la exótica Granada, venían a desmentir lo anterior: “la mejor fonda está sucia y no es demasiado recomendable (…) el carácter de la gente es salvaje y temerario”, afirmaba Henry Balckburn. Bueno, también aseguraba que se arrepentía de no haber venido con más tiempo para explorar una ciudad, la nuestra, que le pareció tener “muchos edificios bastante curiosos”, calles estrechas y pintorescas y una bonita catedral “de estilo greco-romano”.

El tiempo pasa y las costumbres (algunas) se refinan, aunque aquí todo va a su ritmo, especialmente lo que depende de las administraciones. Pero, aunque ya no se escupa en los autobuses urbanos ni crujan las cabezas de las quisquillas de Motril bajo la goma de los Pikolinos de domingo; aunque ya abunden las papeleras en todos los bares y cafeterías; aunque haya desaparecido el aserrín de las tabernas y las virutas ya no dibujen espirales abarrocados bajo el zinc de nuestras barras, aquí nos queda aún mucha tela que cortar: miles de chicles alunando y arruinando el suelo, centenares de supuestos ciudadanos dejando caer entre sus pies los envoltorios con pasmosa naturalidad, gargajillos suntuosos que se van alargando lentamente por los caprichos de nuestra orografía u orines de cánido en cualquier esquina, revelando escasísima distancia civilizadora entre dueño y perro.

El Paseo de la Estación, que es la arteria principal de la ciudad, es a media tarde un estercolero de contenedores rebosantes y de cartones apilados fuera de su destino, en una suerte de síndrome de Diógenes colectivo. Muchas calles del centro se reformaron hace unos años, incluyendo depósitos o containers soterrados: no funciona ni uno solo, que yo recuerde. Me pregunto por qué sí se utilizan con absoluta normalidad en algunos pueblos de la provincia y no en la capital. 

La excusa será de nuevo la del tiempo que se perdería, la de la indiferencia o la de la comodidad. Pero ya Niceto Alcalá Zamora nos dijo que el camino del deber se encuentra justo enfrente del sendero del egoísmo.

 

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