El 23 noviembre de 1248, hace ahora poco menos de 757 años, tras un largo asedio de más de dieciséis meses, las autoridades musulmanas de Ixbilia rendían la ciudad a Fernando III. Concluían así cinco siglos largos de presencia islámica en nuestra ciudad y se iniciaba, con su reintegración al mundo europeo del que fuera desgajada a comienzos del siglo VIII, una nueva etapa en su ya centenaria historia, una etapa que se prolonga hasta nuestros días sin solución de continuidad.
Todo proceso de ruptura histórica -y la conquista de Sevilla lo fue sin el menor género de dudas- conlleva la desaparición de elementos básicos del antiguo sistema y la implantación de otros de nuevo cuño; supone, en suma, un cambio radical de orientación en todos o en casi todos los ámbitos de la vida: instituciones, organización social, cultura, religiosidad, hábitos y comportamientos, en una palabra, en todo lo que de forma genérica consideramos como elementos conformadores de una determinada civilización.
​Y esto fue lo que sucedió en Sevilla en 1248. Si la conquista de la ciudad no hubiera supuesto la expulsión casi masiva de la población musulmana, no estaríamos hablando de ruptura sino simplemente de la sustitución de un poder político por otro. Es lo que sucedió en el siglo VIII tras la conquista de la Hispania visigoda por los árabes: la minoría musulmana se impuso políticamente a una mayoría hispano-visigoda que mantuvo durante mucho tiempo, por lo menos mientras fue el elemento mayoritario de la población de al-Andalus, su religión, su lengua, su cultura y hasta algunos rasgos de su organización interna tradicional. El caso de Sevilla, como en general de todas las ciudades y villas andaluzas conquistadas por Fernando III, fue muy distinto: expulsada la población musulmana, la ciudad renovó por completo su población con aportes demográficos llegados de todos los puntos del reino y de fuera del mismo. O, para decirlo de forma más contundente, la conquista cambió por completo el alma de la ciudad al sustituir su antigua población por otra completamente nueva.
​Había una razón, formal si se quiere, que marcaba el destino de los vencidos: la praxis militar de la época que condenaba a la expulsión y al exilio a los habitantes de las ciudades que habían ofrecido resistencia a la conquista. Pero había otro argumento de mucho más peso, al menos pensando en el futuro inmediato: la preocupación por garantizar el éxito militar y la seguridad misma de la ciudad y de su territorio mediante la traída masiva de repobladores que la habitasen y defendiesen. Lo expresa muy bien la leyenda del juglar Paja, quien convidó a Fernando III a comer en lo alto del alminar de la antigua mezquita mayor para mostrarle desde allí el estado de despoblación en que se encontraba Sevilla en los meses que siguieron a la conquista. Tan impresionado quedó el rey, que, según el cronista que se hizo eco del episodio, formuló ante todos los que le acompañaban la siguiente promesa: “Agora prometo a Dios que en toda mi vida no vaya a Castilla, y que aquí será mi sepultura”.
En todo proceso de ruptura, por profundo y radical que sea, perviven muchos elementos del antiguo sistema. En ningún caso, y tampoco en el que nos ocupa, se hacetabula rasa del legado de la etapa anterior. ¿Cuál fue, entonces, el legado de la Sevilla islámica y, más concretamente, de la Sevilla almohade a la Sevilla cristiana?
​La Sevilla que conquistaron los castellanos es la que había sido remodelada y engrandecida por los almohades. Y esta fue, sin duda, la principal herencia que, junto con las aportaciones de etapas anteriores, recibió la Sevilla cristiana de la Sevilla islámica: una ciudad esplendorosa, descrita con delectación en las fuentes cronísticas posteriores a la conquista, y apreciada hasta en sus elementos religiosos más significativos, como la gran mezquita aljama, transformada en catedral, y su alminar.​
Muchos son los elogios que Alfonso X, el hijo del conquistador, dedicó a Sevilla. Destacando entre otros su murallas, la Torre del Oro y el alminar de la mezquita.​Pero no todo es admiración estética. Sevilla había sido durante más de medio siglo la capital andalusí del califato almohade y residencia habitual de sus príncipes y califas. Es lógico, por tanto, que todo lo que estuviese asociado a la simbología del poder recibió por parte de sus nuevos gobernantes una atención especial, hasta el punto de que su actuación constructiva dio origen a “una ciudad nueva”, que fue precisamente la que conocieron y heredaron los conquistadores