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Soldados rasos reclutados a la fuerza por el Jemer Rojo rompen filas

Los juicios son buenos, hay que asumir responsabilidades?, afirmó a Efe el ex guerrillero Kragnn Sun, de 55 años, todavía víctima del temor que le produce pensar en el Jemer Rojo.

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  • El ex soldado Kragnn Sun, de 55 años, posa en su modesta casa en Pailín. -
Los juicios son buenos, hay que asumir responsabilidades”, afirmó a Efe el ex guerrillero Kragnn Sun, de 55 años, todavía víctima del temor que le produce pensar en el Jemer Rojo. 

Como él son muchos los casos que ponen matices al cliché de víctimas y verdugos con el que se tiende a reducir la historia del régimen de inspiración maoísta que mató a 1,7 millones de personas en las purgas políticas y deportaciones al campo decretadas por Pol Pot en condiciones inhumanas. 

Sun vive jubilado en una modesta casa de Pailín, uno de los últimos bastiones del Jemer Rojo, en el noroeste de Camboya, y, al igual que varios de sus antiguos compañeros de armas, entretiene el tiempo en una pequeña huerta a las afueras del pueblo. 

Recuerda perfectamente el 27 de marzo de 1975, el día en que un escuadrón del Jemer Rojo llegó a su aldea, en la provincia de Kandal, y le obligó a unirse a la revolución. 

“Si me hubiera negado, me habrían matado”, dice. 

Phnom Penh, la capital, cayó 21 días más tarde y empezó el nefasto régimen de la llamada Kampuchea Democrática, que llevó al país al Año Cero. 

De sus años como soldado, Sun elude detalles y pormenores. 

“Te ordenaban: mátalo, y si no obedecías, a quien mataban era a ti”. 

Una vez el atrabiliario Pol Pot asió el poder, Sun, cuyos únicos conocimientos se centraban en el cultivo del arroz, fue enviado a trabajar como enfermero en los hospitales. 

“Intentaba ayudar, sentía compasión por los enfermos. Había gente buena, mandos intermedios que te perdonaban si cometías alguna falta”, explica. 

La entrada en escena del ejército libertador vietnamita, a comienzos de 1979, le llevó a la selva en la frontera con Tailandia donde, a los pocos meses, fue forzado a reincorporarse a la guerrilla, esta vez, para combatir a los ocupantes. 

Cuatro años después, acabó, derrotado y con el cuerpo lleno de metralla y cicatrices, en un campo de refugiados al otro lado de la frontera, en Tailandia, donde pasó cinco años. 

“Nuestro campo estaba controlado por el Jemer Rojo. Allí los soldados tailandeses no se atrevían a castigarnos como hacían con otros refugiados”. 

Se trasladó a vivir a Pailín en 1990, pero volvió a ser movilizado para combatir, esta vez a las fuerzas gubernamentales, hasta 1996, cuando el jefe de la zona, Ieng Sary, uno de los altos mandos del Jemer Rojo, llegó a un acuerdo con el Gobierno para desmovilizar sus tropas a cambio de una amnistía. 

Sun, como muchos de sus compañeros, decidió enrolarse en el ejército regular, hasta que se jubiló en 2007.
El Jemer Rojo se ocupó de su alimentación, tanto en los campos de refugiados como en Pailin, y le dio la tierra de la casa donde vive en la actualidad, pero Sun no siente ningún afecto por sus ex jefes. 

“Repartían 3.000 sacos de 100 kilos de arroz cada mes. Pero no teníamos tiempo para trabajar el campo ni hacer negocios. No podíamos decir nada. Estábamos siempre pendientes de hacer la guerra”. 

“La mayoría de los soldados estábamos cansados de luchar y queríamos que se negociara la paz”, recuerda.

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