A ese 25,9% de españoles fieles a las procesiones se suma el 31,8% que lo hace sólo en alguna ocasión. El 42% restante nunca, según el estudio La situación de la religión en España a principios del siglo XXI, de los sociólogos Alfonso Pérez-Agote y José A. Santiago García, editado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).
El mismo estudio concluye que el 80% de los españoles se declaran católicos, de los cuales sólo una cuarta parte cumple con el precepto dominical de asistir a misa, y que cada vez son más los que muestran un elevado grado de heterodoxia en prácticas y creencias.
Prueba de ello es que sólo el 33% reconoce que sus creencias religiosas influyen en la toma de decisiones importantes o en el momento de votar en unas elecciones, porcentaje que en este caso se reduce al 19%.
“La gran mayoría de los españoles –destaca Pérez-Agote, catedrático de Sociología en la Universidad Complutense–, aunque se definen católicos, no parecen estar controlados en sus opiniones y comportamientos por la Iglesia”.
Pérez-Agote sostiene que España, “un país de cultura católica, más que de religión católica”, vive una tercera oleada de secularización, si bien “los rituales siguen gozando de gran valor social añadido”. Es el caso de las procesiones, expresión “de la religiosidad popular que, independientemente de su grado de ortodoxia, son parte del imaginario católico español”.
CELEBRACIÓN COLECTIVA DE LA FE
Para Manuel Feijoo, catedrático de Filosofía de la Religión y decano de la Facultad de Filosofía de la UNED, las procesiones son “una celebración colectiva de la fe”, dijo a Efe. Una fe “que no es muda, siempre ha tendido a expresarse, a manifestarse públicamente, desde los inicios del cristianismo”, y “que no se puede medir, como tampoco la religiosidad profunda”.
Feijoo distingue entre religioso y creyente –“se puede no ser lo primero pero sí lo segundo, en el más amplio sentido de la palabra”, comenta– y habla de las procesiones de Semana Santa “desde la fe sencilla de la que hablaba Unamuno”. “Son –dice– para el contentamiento de la gente, para su desahogo colectivo, para respirar...”.
Este catedrático de la UNED se refiere al “evento social” que, sin duda, son también las procesiones, “en muchos casos un alarde de poder social y económico”, al tiempo que destaca la tendencia que tenemos los mediterráneos a exteriorizar los sentimientos. “Necesitamos lo visible, y a través de lo visible se aterriza en lo invisible”, asegura.
Desde el próximo 3 de abril, Viernes de Dolores, hasta el Domingo de Resurrección, entre 55.000 y 60.000 nazarenos de las 68 cofradías que hacen estación de penitencia saldrán, si el tiempo no lo impide, a la calle en Sevilla, escenario de una de las celebraciones de Semana Santa más antiguas, populares y con más tradición de España.
“Nos ven porque salimos, no salimos para que nos vean”, asegura, en declaraciones a Efe, Adolfo Arenas Castillo, presidente del Consejo General de Hermandades y Cofradías de Sevilla, para quien “la vida ha cambiado tanto, que también ha cambiado la forma de vivir y sentir la Semana Santa. Pero la esencia –insiste– es la misma”.
Como en la capital andaluza, en Valladolid se vive con la misma intensidad los desfiles procesionales de Semana Santa, aquí como en otros muchos lugares de España –Cuenca, Zamora, Málaga, Murcia, Córdoba...– un cúmulo de sensaciones y emociones para creyentes y no creyentes.
ARTE Y CULTURA
Más de treinta procesiones salen cada año en la Semana de Pasión vallisoletana, “una manifestación de religiosidad popular” que es también “mezcla de arte y cultura”, comenta a Efe José Miguel Román, presidente de la Junta de Cofradías de la ciudad, y que sacan a la calle una rica imaginería de Juan de Juni, Gregorio Fernández, Alonso Berruguete o Diego de Siloé, entre otros grandes maestros del Barroco.
José Miguel Román no alcanza a entender cómo hay lugares –“por suerte en Valladolid esto no ocurre”– en los que autoridades civiles, públicamente no creyentes, presiden los desfiles procesionales. Por ello, pide coherencia “y saber separar una cosa de la otra”.
Albert Riba, presidente de la Unión de Ateos y Librepensadores, lo tiene claro: “Me parece de una indignidad”. “En democracia” esa presencia está justificada para el filósofo de la religión Manuel Feijoo. “Es bueno –asegura– que se unan a la gente en la celebración”.
“El mundo de las procesiones –dice Pérez-Agote– tiene mucho que ver con la identidad colectiva. Se puede no creer en Cristo o en La Virgen...pero para muchos la Macarena es la Macarena”.
El 61,9% de los españoles, apunta el estudio de Pérez-Agote y Santiago García, dicen no tener devoción especial por un Santo, una Virgen o un Cristo concreto, frente al 37,2% cuya respuesta es afirmativa.
MANIFESTACIÓN DE LIBERTAD
Juan José Tamayo, teólogo y director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones en la Universidad Carlos III de Madrid, entiende que la Semana Santa ha adquirido “su propia autonomía cultural” y, en cualquier caso, no es hoy “una manifestación de fervor religioso”, sino “expresión de vivencias al margen de la religión”.
“No es fervor religioso propiamente dicho –insiste en conversación con Efe–, sino una manifestación cultural de un subconsciente que el pueblo necesita expresar. Es, ante todo, una manifestación de libertad, una forma de libertad”.
Por eso, opina el profesor Tamayo, en ellas “no deberían intervenir las autoridades políticas, ni siquiera las religiosas, cuya presencia –añade– oficializa algo que pertenece a la libertad de los ciudadanos para expresar sus sentimientos”.
Las procesiones, entienden en la Unión de Ateos y Librepensadores, “nunca” han sido una muestra de fervor religioso. “Se han convertido en un reclamo turístico, en una cuestión más de índole económica que religiosa”, apunta Albert Riba, presidente de la UAL, promotora de la reciente campaña publicitaria en la que, desde autobuses urbanos de Madrid y Barcelona, se advertía de que “probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”, era su recomendación.
El sociólogo Alfonso Pérez-Agote cree que las procesiones son “expresiones culturales” que en muchos casos “la jerarquía eclesiástica ve con una cierta desconfianza, porque no tienen un control absoluto sobre ellas”, y se refiere a las raíces politeistas de nuestra cultura, “un mundo mucho más plástico, menos riguroso y más flexible. En definitiva, más feliz”, concluye.