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CinemaScope

‘La cura de Yalom’: Inmersiones

Un analista y pensador que practica inmersiones profundas sobre el sentido de la vida, sobre la muerte, sobre la soledad y sobre el paso del tiempo, radicalmente opuestas a las recetas de autoayuda...

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Un hombre de entonces 83 años -cumplió 84 el pasado junio- se sumerge en las aguas californianas practicando el buceo entre tortugas marinas. Un octogenario  que se atreve a mirar al negro cielo de una noche sin estrellas, desde el porche de su casa de Palo Alto, citando a Dostoievski. Un catedrático emérito, casado con una escritora e historiadora feminista, desde hace muchas décadas, en un matrimonio tan abierto como respetuoso. Un judío de ascendencia rusa, que no ejerce como tal.

Un agnóstico, que no cree en el más allá, pero que practica el carpe diem. Un padre cariñoso y sensible, con hijos e hijas cultivados y artísticos. Un varón que se deja cuestionar por la sabiduría, el humor y la lucidez de su compañera. Un profesional de la psiquiatría, ensayista y novelista, que es también uno de los principales representantes de la psicoterapia existencial. Un terapeuta que incita a sus pacientes a hacerse las preguntas relevantes. Un analista y pensador que practica inmersiones profundas sobre el sentido de la vida, sobre la muerte, sobre la soledad y sobre el paso del tiempo, radicalmente opuestas a las recetas de autoayuda.

Este es el protagonista al que alude el título de la película que nos ocupa. Irvin D. Yalom, con cinco novelas, nueve ensayos y, al menos, siete grandes premios en su haber. Una autor que ha vendido millones de libros, pero que no ha banalizado sus mensajes.

Quien lo glosa tras la cámara es la suiza Sabine Gisiger, de la cosecha del 59, una experta guionista, editora y documentalista, que ha declarado que la lectura de sus libros le ayudó muchísimo y que fue para ella como un viaje catártico. Este reconocimiento lo demuestra en una cinta de 77 minutos de metraje y de cuyo guión también es autora. La fotografía la firma Helena Vagniéres y la música Balz Bachmann.

Y lo hace con el máximo respeto y la máxima admiración. Y lo hace desde una factura impecable y una puesta en escena clásica -que parte de la crítica ha tachado de muy convencional y algo dispersa- en la que se alterna el día a día del personaje, con sus reflexiones en off, el testimonio de y momentos con familiares y colegas e imágenes de archivo de su  infancia, juventud e inicios profesionales.

El resultado, para quien esto firma, es más que digno y, por momentos, magnético. Como una suerte de experiencia terapéutica, de instrucciones de uso existenciales. La realizadora ha renunciado a cualquier tentación de autoría para resaltar la figura y el pensamiento de un anciano digno y vitalista, habituado a sumergirse en las profundidades emocionales propias y ajenas.

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