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El Narrador de Tormentas

“En consecuencia, mi adorado Daniel se convirtió en tendero. Abandonó los estudios y desatendió el ocio juvenil. Su madre no irrumpía fuera del lugar de su cónyuge, consumiéndose en leer libros, documentos y cualquier cosa relacionada con humus, luz, tóxicos, desatendiendo sus responsabilidades en e

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Mi tío Daniel creció en el interior de un cajón acolchado con primorosos cojines, tan pacífico que nadie se percataba de su presencia. Su madre, una cariñosa mujer de escasa estatura y con aires de dulce marquesita, no le quitaba el ojo de encima y le proveía de viejas revistas y atrasados periódicos que envolvían al niño en un mundo de iconografías.
Sus primeros años anduvieron a la medida de la cálida madera, luego encaramado a una butaca, más tarde oteando la altura de los estantes y por último, rozando con el ombligo el desgastado borde del mostrador.
Al regresar del colegio merendaba abrumado por los deberes, atento al distraído padre preparando encargos y a su madre entre las mercancías más vulgares adivinando los deseos de la vecindad. A su hijo le sorprendía cómo ella se anticipaba a la variopinta clientela nada más traspasaba el sonoro umbral y hacía de ello una travesura de adivinanzas.
Los fines de semana su papá permanecía en la penumbra del comercio enredado en una conspiración de sumas y, sobre todo, de restas. Horas más tarde se encerraba en su retiro, la mamá permanecía concentrada en el baúl y el pequeño Daniel, equipado de tijera, recortaba imágenes y recopilaba palabras. Si localizaba algo interesante tocaba suavemente a la puerta, entraba sigiloso y depositaba el recorte en la mesa del absorto hombre. Igualmente regalaba secciones a su madre media oculta por piezas de tela y retales y que ella, con una poética sonrisa, guardaba en su vieja caja de galletas.
Mi tío contaba con diecisiete años al desaparecer su padre - o eso se conjeturó - y la evocación de una persona amable y honrada que se reunía los miércoles con sus compañeros micólogos, alimentó el archivo de las sensibilidades del hijo y engrosó el anecdotario popular. Era tal la afición de los tres amigos que prescindiendo de comodidades, acondicionaron en su hogar un territorio destinado a la investigación. Frecuentemente eran despertados por sus familias pues se dormían apoyados en los montoncitos de tierra con los libros por almohadas.
Los vieron partir para nunca verles regresar. Ese día disfrutarían de una excursión por los antiguos bosques para estrenar la cámara fotográfica, una maravilla tecnológica que les costó una fortuna ahorrada durante cuatro ilusionantes inviernos. Eligieron un domingo que amaneció de añil y pertrechados de complicidades emprendieron el camino.
La furgoneta, aparcada al principio del sendero, hubo de ser la última y única testigo.
En consecuencia, mi adorado Daniel se convirtió en tendero. Abandonó los estudios y desatendió el ocio juvenil. Su madre no irrumpía fuera del lugar de su cónyuge, consumiéndose en leer libros, documentos y cualquier cosa relacionada con humus, luz, tóxicos, desatendiendo sus responsabilidades en el establecimiento, olvidando otras.
El tiempo volteó el tic tac planetario.
Una otoñal y desprendida mañana la madre voló a los brazos del compañero. La esperaba en un rincón impenetrable, sonriéndole en un lecho de nenúfares. Y mi Daniel, con las tijeras detenidas y el baúl arrinconado, se sirvió de la imaginación para no llorar detrás el mostrador. No poseía el don de anticiparse, tampoco disfrutaba de una motivación definida pero acabó inventando una fórmula para comunicarse consigo mismo.
Durante un verano que quebraría de calor las piedras y las gentes, mi tío conoció el amor. Sus noches le susurraron quimeras y versos sin rima, recreando incansablemente la primera vez que distinguió a la desconocida. Cerraba los ojos y añadía un perfil, una línea, un  gesto. Retrocedía en la evocación indagando armonías y perfeccionando los motivos.
En el libro contable, sin poder contenerse, anotó a prisa: La primera vez no levanté la mirada al sonar la campanilla, ni reaccioné a la ráfaga de viento colando hojas enredadas con basura. Me disponía a cerrar y en aquel preciso instante, el borde de su vestido de satén rojo flotando delante de la escoba, restó cualquier atisbo de molestia.
Barrí con placer sus huellas y guardé una hoja de recuerdo.
Parece ser que las horas no le dejaban en paz. Vigilaba el reloj, ese que no se vendió ni importó por ser puntual, con su piar desplumado manifestándose a través de una puertecita, agotado de vaivenes y que yo - en vano - cada año demandaba en la carta de reyes.
- Ay mi niña, vivo la sensación de un control de las horas mías y es una burla lenta, una broma ajena e insoportable - contestó guiñándome un ojo al preguntarle qué tal el día -.
A las ocho en punto atrancó con estrépito la puerta, corrió escaleras arriba e improvisó la cena. Sujeto a una pluma exprimió las últimas gotas dentro de cuarenta y ocho páginas, viajando en un tren que recorría kilómetros de líneas. Al amanecer desayunó la carne dura, las mustias verduras y el agua con mosquitos precipitados garganta abajo.
En ocasiones, advierto párrafos algo desteñidos. Son sus lágrimas y su aliento.
Mi tío, tan pendiente del mundo y tan desatendido por él: “… y retorné obligando los músculos, invocando obediencia. Rompí a llorar por las edades de la vida y las lágrimas inundaron mi dormitorio fundando un espejo. En su reflejo comprendí lo injusto, sintiendo un dolor que no era el mío, o el tuyo, y sin embargo era tan nuestro."
Decidió leer el último periódico y la última revista. El resto del fin de semana lo dedicó a despejar la guarida paterna. Al concluir cerró delicadamente la puerta y los tres objetos para reanudar el viaje de la escritura brillaron en la limpia noche de su recién inaugurado refugio.
- ¡Hasta mañana! - exclamó antes de salir -.
Leo en voz alta una nota con la fecha y hora de ésa mañana: Inquietamente satisfecho he dormido en un dormir desigual y he sufrido una aterradora pesadilla. Soñé que borraban mi mente y una mano enguantada trazaba, en mis blanqueados pensamientos, la palabra FIN.
Me producen una infinita ternura sus dudas, los miedos. No dejaré de admirar su constancia, los oídos afinados, la mente despejada, los ojos abiertos, sus manos ocupadas.
Escuchad unas palabras (a mí me parecen hermosas):
A la belleza la he admirado hoy. Bajo el magnolio yacía encantadora y distraje mi paseo para no importunar. Desde lejos le sonreí y devolvió un guiño de armónica musicalidad.”
Y alumbrado por una exultante energía, definitivamente enamorado de la conjugación de realidades, se apostó a disposición de la historia que, acaso, quisiera ser contada.
Una vez le pedí un cuento y él me relató lo siguiente: Había una vez, y todavía constan, unos lindos jarrones habitados por preciosas hadas atrapadas por verdes tallos. En realidad son elegantes barrotes pero, ellas, pronto lo olvidan tan confortables se hallan.
Mi tío Daniel vació sus días empapado en tinta, goteando textos. Llorando y riendo leo y releo sus manuscritos. He restaurado el baúl, limpiado el óxido de la tijera y enmarcado la factura del aparato fotográfico.
En compañía de tu luz, delante de la lustrosa madera, instruyéndome en el cómodo asiento, escribiré en tu memoria. Mi primer relato, dedicado a ti, se iniciará con la verdadera historia de El Narrador de Tormentas y siguiendo tu sabio consejo, no añadiré la palabra FIN.

Nota: fragmento del texto adaptado
para los Medios de Comunicación.

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