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Arcos

La ciudad

"Las señales que, de vez en cuando, repuntan con la quema de contenedores o destrozos en jardines, suelen ser la punta de iceberg de que algo no va bien"

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  • Ilustración de Jorkareli. -

La identificación con el entorno, con el suelo que pisas, con la ciudad que habitas, no surge de la nada. Más bien suele producirse una reacción simpática entre el habitante y lo habitado a modo de simbiótica o amorosa correspondencia, cuyo calado traspasa la frontera de la indiferencia.
Hay ciudades amables, agresivas, inhabitables, conciliadoras, educadas, violentas..., cuya configuración, tanto estética como antropológica y vivencial, se han ido conformando a través de una invisible pero cierta interrelación entre el continente y el contenido, siendo éste último, la confluencia y posterior configuración demográfica de sus habitantes.
La construcción de las ciudades, como prolongación del hito histórico, propio de cada región, se ha visto sujeta en muchas ocasiones a profundas transformaciones propiciadas en gran parte por los impulsos que la propia ciudadanía y sus gobernantes han impelido a las mismas. Así, en nuestra geografía, bien pueden encontrarse desde importantes núcleos hasta minúsculos pueblos en los que esa transformación ha surtido un efecto vivificante para la evolución de su morfología, infraestructuras y calidad de vida, propiciando el orgullo identitario de sus habitantes.
La educación para la ciudadanía, materia en innecesaria confrontación educacional con las materias religiosas, ha venido generando un tira y afloja dentro del organigrama reglado que se imparte en los centros escolares, llegándose a establecer un innecesario discurso entre distintos niveles en importancia o prioridades.
Las señales que, de vez en cuando, repuntan con la quema de contenedores o destrozos en jardines y parques públicos, suelen ser la punta de iceberg de que algo no va bien, de que aquel ´contenido´ al que hacíamos referencia, es decir los ciudadanos, o parte de ellos, no están contentos y que las señas de identidad se están diluyendo o van camino de ello.
El proceso que lleva la conciencia colectiva al respeto y a la contribución con el entorno y puesta en práctica de los valores cívicos del lugar que habita, ha de contar necesariamente con la puesta en valor de la gestión y con ella, la suma de posibilidades que la propia ciudad ofrece.
Caminamos en un siglo de estrepitosa velocidad, en el que quienes se incorporan paulatinamente al colectivo poblacional necesitan encontrar su sitio, satisfacer expectativas, al tiempo que la posibilidad de abrir ventanas y puertas a aires renovadores de manera que, sin necesidad de ausentarse, encuentren centros, núcleos y sustrato suficiente donde ´cocer´ las oportunas inquietudes e intereses.
La naturaleza y la propia acción del humano, en una suerte de confabulación, bien accidental o inteligentemente planificada, ha dotado al entorno (ese podría ser el caso) de la riqueza suficiente como para, sin cuestionarla, seguir apostando por una política de incentivos sociales y culturales destinados a la concienciación, identificación y correspondencia del habitante con su ciudad.
Cada rincón, terraza, plaza..., lugar común en definitiva, suelen ser espejo de nuestra propia realidad. Una señal inequívoca de la dirección y educación en valores de aquello que queremos reivindicar. Cada acera, puerta o local, en una suerte de orgullo estético y capacidad innovadora, puede constituir el lado bello en el que caminamos.
Una debida atención a las inquietudes, bien existentes o que se incorporan a la demanda poblacional,  podría ser la manera inteligente de potenciar el activo capital con el que se cuenta.
No hace falta dar una patada a la piedra para que surjan. Menos, cavar hondo. Están a flor de piel, deseando intervenir en la colectividad. Tienen capacidad e ilusión y sin embargo no se les escucha. ¿Por qué?
Ese capital social, joven, adulto, histórico, vive y se desarrolla levantándose cada día con la esperanza de emplear sus manos, sus capacidades, su inteligencia. Da igual si es para levantar un edificio, barrer una acera, plantar un árbol, o construir con su conocimiento un mundo de ilusión escénica propio de los mejores y más sonados momentos de la ebullición ciudadana que tantas satisfacciones ha ofrecido e incorporado a nuestros núcleos urbanos.
Una ciudad para vivir. Una ciudad de posibilidades. Una ciudad culta en la que los protagonistas sean quienes, a través del derecho que les corresponde, empleen su voz, voto y acción en la configuración estructural y cultural, abierta a nuevos horizontes en los que navegar, reconociendo y reconociéndose en el debido respeto y así verse reflejados en aquél espejo propio que es su ciudad.

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