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Hablillas

Miedo

Poco a poco asumimos la ausencia. Lo apreciamos en los rostros. El malva se está tiñendo de rosado.

Han pasado diez días y aún sigue latiendo, arrugando las entrañas y la frente, aunque por la boca salga una frase que lo niega de manera tajante. Pasará mucho tiempo hasta que la conformidad se haga un hueco entre nosotros. Este duelo no puede soportarse de forma natural, porque el suceso ha roto de un hachazo la cotidianeidad.

Las imágenes salen a diario. A su misión informativa añaden el recordatorio de esta masacre que nos sigue destrozando. Lo sabemos porque suspiramos con fuerza, como si nos faltara el aire. Y lo inspiramos con la esperanza de que nos llegue hasta los pies y vuelva de nuevo a la cabeza, a fin de espantar la ansiedad, la desconfianza que sentimos en el interior, un dolor helado que no palía el calor de estas últimas horas de agosto.

El miedo tiene el tono pálido que resulta del azul y el rosa, dos colores singulares que al mezclarse entristecen especialmente las caras donde se alojan. El malva es el matiz del desaliento, de la duda, porque ver la muerte tan cerca es sentir el desamparo en que nos hunde, la incertidumbre, la espera de algo peor, aunque creamos que no pueda haberlo. En un momento, el mundo entero vio la imagen más triste de Las Ramblas barcelonesas y desde entonces cuando aparecen en televisión o se las nombra por la radio, se las relaciona con el fatal suceso.

Esas imágenes, esas referencias son iguales a los arañazos que surcan nuestras piernas, piel arrollada y arrancada por una caída, heridas de batallas infantiles con más lágrimas que sangre. Señales estas que nos cuentan historias que nos fueron formando el carácter, que tenían nombres de plazas y de otros niños. Las otras, las que surcan el alma dejan sentir el escozor intenso y doloroso de la amargura, un ardor que va y viene, que no cesa.

Pasará mucho tiempo hasta que la tranquilidad deje de llegar a retazos, hasta que los momentos se alarguen sin hormigueo, hasta que los suspiros signifiquen descanso. La vida continúa y tenemos que aprender a vivirla con este miedo que debemos manejar para afrontar esta situación por la que campea la tristeza con riesgo de eternizarse, por el recuerdo de los corazones que fueron empujados a entrar en la nada durante aquella tarde única del jueves, donde las voces gritaban cuando las que pasaban por su lado callaron para siempre.

Sin embargo, esta barbarie no puede ocultar el agradecimiento a todos aquellos que no dudaron en arriesgarse para ayudar, para tender una mano a la de la víctima más cercana, escribiéndole un mensaje con caricias que le transmitieron calor y compañía.  En momentos como este, la unión está por encima del dolor y la repulsa.

Han pasado diez días y por el paseo de Las Ramblas trasiega la normalidad, los vendedores sonríen y la gente lo recorre con serenidad, aunque el miedo esté latente. Las flores, las almas de los que allí quedaron, amontonan tristezas, llantos sin consuelo que bruñen los recuerdos que se quedaron para siempre en aquel jueves, recuerdos que envuelve el silencio como una sombra.

Poco a poco asumimos la ausencia. Lo apreciamos en los rostros. El malva se está tiñendo de rosado.

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