La ciudad es un enjambre de arterias en constante transformación. Cada día recorren sus calles miradas nuevas, descubriendo cada rincón por vez primera. Pero también los ojos que ya la reconocen en cada esquina encuentran novedades. Proliferan los locales hosteleros en los últimos años con motivo del auge del sector turístico. Restaurantes de moda, ‘gastrobares’, ‘neotabernas’ o franquicias que vienen y van. Sin embargo, aún quedan comercios de toda la vida, esos que permanecen a las idas y venidas, a los tiempos y al chaparrón que sigue dejando la crisis.
Nos encontramos en un tiempo donde incluso algo tan básico como los desayunos se rigen por la moda. Panes de centeno, multicereales, de semillas de amapola; con aguacate o huevo y smothies de frutas. Sin embargo, lo que sigue triunfando en las mañanas es un buen café. Y de eso precisamente saben, y mucho, en el emblemático bar Brim. Fundado por Antonio Díaz González en 1956, y actualmente regentado por su hijo Antonio Díaz Orcero, este bar ha inundado desde entonces la calle compañía de olor a café recién hecho. Aquí para desayunar sólo hay “magdalenas y tortas de aceite de Inés Rosales, y la gente a veces trae churritos de la plaza para tomarlos aquí”, nos cuenta Charo Aragón, esposa de Antonio. “¿Cuál es la historia del bar Brim?”, pregunta un extranjero que ha entrado para fotografiar el lugar maravillado por encontrar un sitio con tanta solera. A los dos minutos una nueva turista, en esta ocasión de procedencia nacional, asegura que ha entrado atraída por el olor a café a la vez que se confiesa como una enamorada de esta bebida.
La cafetería lleva más de sesenta años atendiendo desde obreros de Astilleros desde antes de ver el alba hasta aquellos parroquianos que acuden cada mañana. Una barra, un ventanal y el aroma del café. Sobrevive sin necesidad de modernidades “gracias a un buen servicio, al trato a los clientes a quienes los tratamos y sentimos como familia, ya que vienen generación tras generación”.
Sin ir muy lejos, puerta con puerta como se dice en Cádiz, nos encontramos con la cuchillería Serafín, el comercio más antiguo de la ciudad. Fue fundado en el año 1897 por Serafín Gabriel, bisabuelo del actual propietario del mismo nombre. Cuatro generaciones. Casi nada. Serafín, que lleva afilando cuchillos desde los 16 años, reconoce que ha conseguido subsistir por “hacer algo que no hacen los demás, con una dedicación a algo un poco más antiguo, o arcaico incluso”. Reconoce tener mucha clientela de la provincia, “muchos de ellos procedentes de la hostelería, de restaurantes, aunque también carniceros o pescaderos. Profesionales que precisan este tipo de servicio”. Estando situado en una calle de tanto trasiego son muchos los turistas que entran atraídos “por el sitio tan pintoresco, que va ya casi para los dos siglos”, asegura. Y es que es difícil encontrar un lugar así en otras ciudades, ya invadidas por las franquicias casi en su totalidad.
Junto a la plaza de la Cruz Verde, en Callejones de Cardoso, perdura la mercería Ramírez. Entre hilos, cremalleras, tiras bordadas y botones atiende Luis Ramírez hijo. Su padre abrió este refino un martes 13 de octubre de 1957. Hasta finales de los ochenta, en este local también se vendían juguetes cuando se acercaban los Reyes Magos. La gente ya apenas cose, es cierto, pero en Cádiz este sector se mantiene a flote gracias al carnaval, según nos cuenta Ramírez. Con los disfraces los meses de enero y febrero suelen ser buenos en ventas, aunque también los previos con los uniformes de los colegios para los niños o incluso la Semana Santa, con las túnicas y guantes de los penitentes. “El verano es la época más floja, porque los niños van todo el día en bañador y no necesitan parches para las rodillas”, confiesa Luis. En la ciudad, a día de hoy, permanece abiertas tan sólo dos mercerías como esta, resistiendo al paso del tiempo.
Finalmente, en la calle Sacramento José Puya tiene un pequeño local donde arregla zapatos y, de unos años a esta parte, también hace llaves. Antes aquí hubo una carbonería en los años cincuenta, “hasta que llegó una persona de Cartagena que perteneció al ejército republicano y que, tras salir de la cárcel, cogió el local para montar una zapatería en el año 1961. Después de eso fue mi padre, en 1977, quien se hizo con el negocio y en el 79, al fallecer, tuve que hacerme cargo yo”, nos cuenta Puya, que lleva cuarenta años al frente. La zapatería funcionó bien hasta finales de los 90, “cuando se notó que mucha gente se fue de la ciudad”. Entonces José decidió combinar las funciones de zapatero con las de cerrajero, lo que supuso una parte importante para la supervivencia de su negocio. “Todavía viene gente a arreglar sus zapatos”, confiesa. La ciudad, a pesar del tiempo, aún conserva esas otras arterias inmutables.