Con la impresión aún reciente de la Cumbre del Clima de Copenhague, donde Estados Unidos y China impusieron al mundo sus intereses hipercontaminantes y la policía del lugar, otrora tan mansa, se hinchó a repartir estopa entre los jóvenes airados porque saben que antes de llegar a viejos les va a faltar el aire respirable precisamente, hemos asistido a éste desencadenamiento de todas las furias meteorológicas que se han llevado por delante playas, camiones, polideportivos pésimamente construidos por el amiguete de algún concejal, árboles milenarios cuya data cifró un conspicuo político español en unos ciento cincuenta años, dársenas, chiringuitos, antenas, cornisas y, desde luego, las ganas de viajar y hacer turismo en Navidad.
Pero si la Cumbre del Clima no ha servido para nada, éste clima en la cumbre que nos ha tocado padecer, la nieve a mantas, la mar tempestuosa, las nieblas impenetrables, el viento huracanado, el frío siberiano, las lluvias torrenciales y todo cuanto, proveniente del cielo, puede ser adjetivado de manera tan tópica como escalofriante, tampoco parece que nos vaya a servir de gran cosa, por mucho que ese enfriamiento contumaz y glacial de la tórrida Iberia no haya sido sino otro aviso de lo mucho que, paradójicamente, se está recalentando la atmósfera. Pudiera ocurrir, también, que la Corriente del Golfo, esa serpiente líquida y submarina que templa lo justo el Septentrión para que no nos quedemos pajaritos, ande errática, sin rumbo, por el laberinto climático que los seres humanos, o, más concretamente, los seres humanos ricos que contaminan, hemos, como se dice ahora, deconstruido. Ahora bien; si la Corriente del Golfo se pierde, nos perdemos todos, con ella, en un suspiro. De nada ha servido la borrascosa Cumbre y de nada tampoco, en lo tocante a la conciencia y a la responsabilidad con las generaciones futuras, éste sindiós de frío, nieve, hielo, viento y agua que hemos sufrido.