Creíamos explicar la depredación del hombre contra los seres humanos, y contra el planeta que le cobija, mediante un análisis derivado del puro historicismo. Creíamos que la raíz del arte era la inspiración, la genialidad o incluso la locura.
Creíamos, en fin, que teníamos ganada la estabilidad política y material -otra forma de eternidad- con la promulgación de libertades individuales. Pero vinieron Darwin, Marx, Nietzsche, Freud, y demolieron la arquitectura formal de tales creencias. Eran insuficientes, poco profundas. Y surgió otra cultura que ahora se pregunta por las implicaciones psicológicas de la gran pregunta cuya respuesta aún no sabemos asimilar: ¿puede saberse qué somos? O mejor: ¿puede saberse porqué somos así?
Lactancia y madurez. Hambre y calor. Frío y necesidad. Lujo y pobreza. Necedad y brillantez. Poder y revolución. Razón y brutalidad. Naturaleza y asfalto. Música y estruendo. Amor y sufrimiento. Vida y muerte. ¿Dónde hay que enfatizar para tranquilizarnos? ¿En los instintos o en la influencia que la vivencia social provoca en los individuos concretos? ¿Podemos de verdad tranquilizarnos?
Todos somos un poco Hamlet: seres responsables sufridores de nuestra irresponsabilidad. Debemos aprender a convivir sin transferir nuestro dolor a ningún otro ser humano. ¿Pero a quién odiaba Hamlet? ¿Se debía su odio a la traición fraternal que asesinó a su padre-rey, o Shakespeare se esforzó hasta lo genial para decirnos algo más? El origen de las cosas importa mucho: sin él no se entienden las consecuencias. No obstante, hay un secreto que quizá nunca averiguaremos: la primera vez que hubo vida. De allí provenimos, pero en verdad ignoramos de dónde. Lo único seguro es que tarde o temprano aparece el conocimiento de nuestro fallecer, y que el fallecimiento físico o emocional genera dolor, angustia y miedo.
Cada ser humano es conjugación de potencialidades y limitaciones, de conciencia y sustrato inconsciente. Las necesidades existenciales, sin embargo, son las mismas en todas partes. ¿O acaso los pasajeros de las pateras tienen por gusto los labios yertos? La necesidad de no vivir miserablemente desencadena la interrelación social, la apropiación de la naturaleza. También la necesidad de experiencias de nuestro ser individual (compañía, amor, amistad, fines comunes). Cambiamos los hechos al tiempo que nosotros cambiamos; y los hechos, a su vez, modulan los rasgos identitarios, incluso los anulan. De aquí se sigue que nada podemos analizar sin el referente explícito de la cultura en que vivimos. Y puesto que la cultura es el resultado de unos valores, es la propia cultura la que se transfigura en ira y frustración cuando tales valores impiden el desarrollo individual armonizado con la justicia y la solidaridad. En este extraño desequilibrio de ruleta rusa nos hemos movido siempre: proclamamos la coherencia, y sus efectos reales los dejamos para mañana. Llamaría a este fenómeno suplantación, pero elijan el nombre que mejor les plazca.
La cultura contemporánea asfixia los valores en que afirma sustentarse y, por ello, produce sentimientos ambivalentes, los peores de todos. La democracia es partitocracia; el reparto equitativo de los recursos naturales y del trabajo, una quimera; la ecología, prioridad de vigésimo nivel; el respeto, invocación a veces ofensiva; la amistad, una borrachera; el mérito, una chapuza; los derechos, una tarjeta de crédito y coartada para el egoísmo colectivo. Entonces, ¿qué nos queda? La crítica, la duda, decidir ser o no ser uno mismo sin egolatría, idolatrías ni mapas. Nos queda el valor de ser valerosos y sinceros, no héroes de telefilms. Nos queda ir diciéndonos: ya basta de tanta mezquindad. La impertinencia debe regresar a la escuela con un puntapié cariñoso en el trasero, pues no la merecemos. Apenas somos entidades coherentes. La magia consiste en que nos atrevemos a definir la coherencia. Y el truco, en nuestra tenaz resistencia a renunciar para ponerla en práctica.
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