La calle Asunción de Sevilla está llena de recovecos, con sus pobres salteados en la Semana Santa acabando. Uno se ha asentado, haciéndolo suyo, en el hueco del escaparate izquierdo de la Rondeña justo donde magnifica una Virgen de tamaño natural, que nos espía a los paseantes. Al infeliz que dormita allí y vagabundea con cartones viejos, no le importa ni darle la espalda a la imagen, ni las señoronas que toman café a pocos pasos de él en la terracita del costado de la calle. No mira a las camareras uniformadas como doncellas inglesas del diecinueve, con cofia y mandiles ribeteados, porque él come como los antiguos profetas, cara agachada en lo suyo y manos manchadas de calle.
Le han traído desde dentro, supongo, un cafelito y un polvorón de esos blancos que regalan azúcar glass a poco que te los intentes meter en la boca. Los devora con precisión milimétrica. Es como un punto y aparte en esta mañana de sábado a las nueve, acabando ya los recogimientos y exaltaciones. Me da qué pensar en su futuro yéndome calle abajo, sobre cuánto durará ahí, quién se quejará primero de su presencia asidua o en cómo se desarrollará esa historia de la que he sido testigo improvisado. Como los cuadros de Cecilio Chaves, que captan el alma de las azoteas y los gaditanos gaditaneando, me gustaría que ese hombre, esa imagen tan dramática con sedas por ropaje y ese escaparate lleno de manjares de la Rondeña, encontraran quien los rescatara.
Porque sé que la siguiente vez que vaya, habrán desaparecido. Las dos imágenes de un nazareno y la Virgen- de sendos escaparates- pasaran a algún recogimiento habitual hasta que vuelva la cuaresma del año que viene, sustituidos por otra temática versión de fiestas patrias, por ejemplo la feria de abril. Sé que esos labios toscos y esa cara enlutada podría ser la de cualquier crucificado por la vida, que es una perra infiel machacándonos por lo más mínimo. El infeliz -que bebía el café como elixir del maná- emigrará a lugares invisibles de cartones mojados por el rocío de la noche y mantas viejas. Trastocará su ser en césped mullido y soles primaverales o aparcamiento de feria entusiasta con propinas variadas. Solo el costo de la Rondeña quedará omnipresente, alegrándonos la vista con sus continentes y contenidos. Es nuestro ser traicionero de ver presente, sin pasado, ni futuro, sino de transitar para no perder el ritmo y no ver lo que tenemos delante de nuestros ojos.