La alcaldía fue una institución que siempre se distinguió por la sensatez, nuestro teatro del siglo de Oro lo atestigua.
Cohecho, cobrar cantidades ilegalmente. Prevaricación, dictar normas ilícitas a sabiendas. Mi nieto, que recopila términos jurídicos en un trabajo escolar, tiene estos dos vocablos fijados en una columna como en alfiler de insectos. Me sorprende su cuaderno y el diccionario abierto me lleva de sopetón a la complejidad cultural. El pupitre de nuestra posguerra era más simple con aquella enciclopedia de Dalmau que exaltaba un Salvador divino y otro humano reforzados ambos entre sí y unas matemáticas mal aliñadas. Ahora la práctica pedagógica rehuye el lenguaje dormido y elige la palabra viva escarbando en los periódicos, esta es la cuestión.
No me gusta ayuntamiento pero es palabra con solera que conserva el pueblo; el ayuntamiento envolvía a la familia como un manto protector en la baja administración. La alcaldía fue una institución que siempre se distinguió por la sensatez, nuestro teatro del siglo de Oro lo atestigua. Alcaldes recios a lo Pedro Crespo han pasado a la historia como genuinos representantes de un pueblo con salud moral; el cargo tiene por misión administrar el común, honradez y mesura. Y si alguna vez se extralimitó levantando las gentes contra el francés, no deja de ser excepcional. Resultaba imposible al hombre medio sospechar el desmadre que traerían a los concejos las libertades democráticas. No han estado a la altura muchos olvidando que este título es una encomienda del pueblo, que es limitado y no vitalicio, que es servicio y no un ejercicio de vanidad, que su contenido humanístico debe fecundar el jurídico, que es administrativo antes que institucional y que por tanto los comportamientos han de estar presididos por la honestidad.
Es verdad que muchos no han estado a la altura y hay que admitir con justicia que la erosión más grave de nuestra democracia se ha dado en funcionarios electos muy cercanos al pueblo. Sobre todo en el amparo de la poca merecida autonomía de las administraciones locales. Es un espectáculo triste al que no debemos acostumbrarnos, ver a algunos en la puerta de los juzgados aplaudir a la corrupción. Esta es la verdadera crisis, para muchos humana antes que económica. Más que nunca necesitamos alcaldes adornados del honor que es el patrimonio del alma, o sea, democráticos: con mi hacienda, pero con mi fama no, decía el alcalde calderoniano. Si no toman nota los partidos y se convierten en escuelas de la moral pública, se nos hunde la democracia porque se hará insoportable dentro de ella el hedor. Pero para eso deberán ser conscientes los políticos de que es más digno y más rentable el bien común que los bienes familiares y menos aceptable la prepotencia que la hombría de bien.
Conseguir una meta en la vida social es digno de encomio: así, poseer un título universitario, el acceso a un cargo, el triunfo electoral. Igualmente contraer matrimonio, bautizar un hijo o incluso un entierro honroso. Antiguamente se volvía de la batalla cargado de honores, lo celebra el primer poema de la modernidad. Ser honestos sin embargo se disfruta silenciosamente, sola la alegría sentida en la intimidad; no queda tiempo en la vida moderna para gozarse en el espíritu porque exige seguir sendas por donde han ido los pocos sabios de este mundo. Fray Luis lo cantaba y lo ofrecía al hombre común. Todo esto se presupone para la bonhomía. Los políticos, que en este nuevo orden se ofrecen como garantes de la convivencia, no han estado a la altura. Ni siquiera los votantes, viendo los resultados, hemos estado. Tendremos que pararnos a reflexionar.