A los que crecimos durante los “años de plomo” de ETA nos resulta difícil trasladar a nuestros propios hijos que la vida del mismo país en el que ellos crecen ahora se vio sometida durante varias décadas al horror de una banda de asesinos por el mero hecho de querer imponer a los demás sus ideas y su destino por medio de las armas, el crimen y la extorsión.
Puede que vean algunas imágenes recordadas por televisión, pregunten por ellas y les horroricen, pero no llegan al estremecimiento que nos causan cuando volvemos a encontrarnos con las de Irene Villa mutilada sobre el asfalto, las manifestaciones por Miguel Ángel Blanco, las camillas en las puertas de Hipercor en Barcelona o el rostro de Ortega Lara tras su liberación.
Ese mismo estremecimiento turbador es el que te apodera y somete de inicio a fin del documental No me llame Ternera, en el que Jordi Évole entrevista durante casi hora y media a Josu Urrutikoetxea, más conocido como Josu Ternera. Y es estremecedor porque el tono no lo marca la propia conversación, sino el prólogo con el que arranca la narración: el testimonio de Francisco Ruiz, que en 1976 fue acribillado por un comando de ETA mientras ejercía de escolta del alcalde de Galdácano. Ruiz, que sobrevivió milagrosamente a los disparos, relata los detalles y el martirio posterior, ya que de víctima pasó a apestado en el pueblo.
Su participación no es gratuita. Tiene un sentido más allá del testimonio. En la entrevista, Urrutikoetxea -no le llamen Ternera, basta llamarle por lo que es- confiesa que participó en el atentado de Galdácano. Niega que usara el arma, pero admite que formaba parte del grupo de encapuchados -palabra de moda- que acabó con la vida del alcalde. Évole le pide que se dirija al superviviente del ametrallamiento y responde con un “lo siento”. En modo de epílogo, al otro lado de la pantalla, con lágrimas en los ojos, Ruiz tarda en pronunciar palabra, hasta que logra expresar: “Puede que lo sienta, pero no hay arrepentimiento”.
Dice Urrutikoetxea al inicio de la conversación que si ha accedido a la grabación es porque está harto de que la gente hable o escriba por él. No se nos detalla si acude libremente o previo pago, pero insiste en contar su verdad. La suya se remite a la defensa desde adolescente de una Euskal Herria libre y a su participación voluntaria en el movimiento de liberación representado por ETA con todas sus consecuencias. Al parecer, no le ha gustado el resultado. La suya, por mucho que lo adorne de sentimientos patrióticos y enfrentamientos internos, es una película de terror en la que él mismo encarna al mal, a la par que quiere ejercer de abogado del diablo.
No hay blanqueamiento posible. Solo lo es el desprecio hacia un tipo que ejerce un cinismo desproporcionado y mantiene un rictus imperturbable a lo largo de toda la conversación. Un tipo que se limita a culpar al Gobierno y a la Policía de las muertes - él siempre habla de “muertos”, no de asesinados, y nunca de atentados, solo de “acciones”- en cuarteles de la Guardia Civil o en Hipercor, por no haber prestado atención a sus amenazas, ya que su objetivo, asegura, eran los “daños materiales”, no las personas, pese a que el atentado de Zaragoza tuvo lugar de noche, con familias enteras durmiendo en sus pisos cuartel, y el de Vic con niños jugando a la puerta.
Un tipo que asegura que el auténtico terrorismo es el que practican los yihadistas, porque no discriminan a la hora de causar víctimas -ETA por lo visto sí lo hacía; incluso se molesta cuando Évole habla de las numerosas “víctimas indiscriminadas” causadas por sus atentados-; un tipo que fue incapaz de mover un dedo para evitar que aniquilaran a su amiga Yoyes -dice que la conocía, pero después admite que se fue con ella de vacaciones a México- o que ahora se limita a reconocer que la ejecución de Miguel Ángel Blanco fue un error; y un tipo que dice tener que soportar ahora la pesada carga de la mochila de tantos años de lucha armada. ¿Quién necesita mote cuando se describe tan bien a sí mismo?