Morbo o... empatía

Publicado: 16/11/2024
Cuando somos testigos de un desastre humano, se desencadenan “nuestras respuestas empáticas”...
Las vivencias de nuestras vidas dejan una huella indeleble en la neurobiología y el funcionamiento de nuestro cerebro. Las experiencias propias ejercen en unas ocasiones un efecto activador o, en otras, inhibidor sobre las áreas del sistema nervioso que regulan el comportamiento, la conducta y las emociones. Tal es su influencia que pueden incluso provocar cambios en el tamaño de diferentes zonas, con aumento o disminución del volumen de estructuras que conforman nuestro órgano pensante.

¿Pero qué sucede cuando contemplamos el dolor ajeno? ¿Cuándo sentimos un drama personal a través de los ojos de otra persona? Desgraciadamente, lo acontecido en la zona del Levante de nuestro país hace dos semanas nos puede servir para ejemplificar esta situación. Durante días, se han emitido en todos los programas de la parrilla televisiva imágenes desoladoras de destrucción y tristeza, debido a los cuantiosos daños que esta catástrofe hidrológica provocó, arrasando con el lodo la vida y esperanza de muchos. Esta cobertura mediática nos acerca a las desgracias de otras personas que sufren. Además, si comparten con nosotros las mismas costumbres, ilusiones e incluso idioma, nuestro nivel de implicación con su drama es aún mayor.

Pero, siendo así… ¿por qué permanecemos pegados a la televisión o buscamos en internet noticias de la inundación? ¿Subyace en nosotros una tendencia masoquista? Pues las investigaciones científicas sugieren que este dolor que nos provoca el sufrimiento ajeno genera principalmente un profundo sentimiento de compasión, y estimula una de las más nobles cualidades con las que contamos: la de ayudar a los demás.

Cuando somos testigos de un desastre humano, se desencadenan “nuestras respuestas empáticas”; nos sentimos tristes y angustiados por el destino de otros cuando presenciamos su dolor. Y es gracias a la activación de una zona frontal del cerebro, “la corteza cingulada anterior,” por la que aflora en nosotros este sentimiento altruista de “ayudar por ayudar.” Esa fuerza interior desinteresada permite a personas normales, si son testigos directos, convertirse en verdaderos héroes, anteponiendo a sus deseos personales el bienestar o la seguridad de los demás. Pero además, estas buenas acciones tienen un efecto beneficioso en quienes las realizan. En los “buenos samaritanos” se activan las llamadas “áreas cerebrales de recompensa,” encargadas de gestionar la sensación de placer en el organismo.

Para los espectadores que lo contemplan, también tiene un efecto positivo, ya que, aunque no vivan en primera persona la tragedia de otros, permite estimular nuestro “afrontamiento indirecto” y nos prepara por si nos sucediese. Somos capaces de formularnos preguntas sobre lo que haríamos si una gran riada amenazase nuestras vidas. Si sabemos que ante una inundación un lugar elevado nos dará seguridad, de forma casi inconsciente nos desplazaríamos a un tejado o a una planta alta si fuese posible. Averiguar cómo sobreviviríamos forma parte de nuestro propio aprendizaje, y recibimos un refuerzo positivo por esas decisiones correctas de otras personas, por ejemplo, de aquellas que no sacaron su coche del garaje en la tragedia de Valencia y actuaron de forma acertada.

Afortunadamente, no es el morbo el que nos hace acercarnos en muchas ocasiones a la tristeza de los demás; hay una razonable explicación que nos hace ser “humanos” y capaces de imaginar cómo piensan y sienten esas personas que son las víctimas reales.

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