Hace dos viernes dediqué esta página al tema de la educación, con motivo del fallecimiento de mi maestro “de toda la vida”, como se suele decir de modo corriente. Y hoy vuelvo a esta parcela, aunque por motivos distintos. La presentación para su tramitación parlamentaria de la nueva Ley de Educación, conocida ya como Ley Wert, por el actual titular de la cartera de Educación, Cultura y Deporte, ha levantado toda una serie de valoraciones que forman un amplio abanico de desatinos. No digo que el texto recién aprobado sea infalible y no admita mejoras. No. Pero hay que ser ciego para empeñarse en luchar contra falsos molinos de viento, como Don Quijote, cuando el problema de la educación es realmente urgente, como comprobamos, día a día, quienes nos dedicamos a la docencia. Esos molinos de viento contra los que, lanza dialéctica en ristre, arremeten socialistas y nacionalistas, forman parte del manido repertorio de tópicos al que se recurre cuando no hay una argumentación seria con la que rebatir al contrincante político. Para los nacionalistas, empeñados en levantar un muro infranqueable en cuyo interior cultural someter a quienes no piensan como ellos, la nueva ley resucita los fantasmas de las viejas glorias de la España imperial, para uniformar a un país cuya esencia singular es la diversidad cultural y lingüística. Lo que olvidan decir es que esa diversidad la esgrimen siempre en su favor, pero la niegan cuando se trata de castellano-parlantes, que tienen inexorablemente que recluirse en el gulag ideológico que el nacionalismo, excluyente por naturaleza, pretende imponer. Eso sí, sin renunciar a la financiación estatal. Por otro lado, la valoración de la nueva ley que se ha hecho desde el Partido Socialista, calificando el nuevo texto como una victoria de la Iglesia, es otro episodio del más quesuperado anticlericalismo decimonónico que, a pesar de encontrarnos en el siglo XXI, haría palidecer a los peores comecuras del siglo XIX. No voy a entrar ahora en la situación real de la asignatura de religión en España. Sólo invito a hacer una comparación con el resto de Europa. Pero sí me disgusta profundamente que las valoraciones que los políticos hacen de la nueva ley se reduzcan a arremeter contra gigantes, como la Iglesia, que no existen como peligro real, cuando la situación educativa es el auténtico problema. Y esa situación de deterioro a la que la educación ha llegado en España tras varias leyes, aprobadas todas por gobiernos socialistas, es la de un descenso alarmante del nivel cultural de los alumnos, una renuncia explícita al esfuerzo, el sacrificio y el espíritu de superación, una pérdida de autoridad de los docentes –que constituyen uno de los primeros colectivos en bajas laborales por depresión-, un desprecio de la memorización de contenidos, y una igualación a la baja, que ha terminado convirtiendo al modelo educativo español en uno de los de más escaso rendimiento de Europa. Y las cifras de este fracaso educativo no hay más que comprobarlas en los informes PISA, de la OCDE, donde, con sonrojo para cualquier español, nuestro país ocupa uno de los últimos puestos en el ranking de países europeos.Por eso, en vez de lanzarse a luchar contra ilusorios molinos de viento, que nada tienen que ver con la realidad, lo que tendrían que hacer los políticos es enfrentarse, de una vez por todas, con sano realismo y auténtico espíritu de servicio a la sociedad, a la “emergencia educativa” que padece este país, aparcando posiciones partidistas, y ofrecer soluciones reales que, más allá de tópicos ideológicos ya caducos, sirvan para mejorar el actual sistema educativo español.