En una de las dos películas del Rey León, un mono, para instruir al leoncito, le dice, en un momento dado, con voz trémula: “Mira más allá de lo que ves”. Esta frase, que mi hijo, cuando contaba con tres años, grabó en su memoria, se la pronunció un día a su madre cuando ésta, alzando la voz, le dijo: “¡Isaías, no te veo de comer!”. A lo que el niño respondió: “Pues mira más allá de lo que ves”. Sí, eso le dijo. Nosotros nos desternillamos de la risa.
Ahora, cuando han pasado ya unos años de aquello y desde que vi con mi hijo por última vez aquella película, se me viene a la memoria como un film que algunos, sobre todo los curas, la Iglesia mismamente, deberían de ver. Sobre todo por aquello del “mira más allá de lo que ves”. No puedo creer que los curas –porque son curas, de más o menos rango– estén defendiendo que no se cure a un niño con el cordón umbilical de su hermano, que una mujer no pueda abortar cuando lo desee o lo crea necesario y que, aún así, sigamos creyendo en Dios y en ellos.
Yo creo en Dios, pero difícilmente puedo creer en una institución que todavía no ha exigido al Estado, al gobierno, que se amplíen los medios para evitar tanta violencia de género, tanto asesinato atroz y tanta miseria. Que exija a los gobernantes del planeta que dejen las armas –y luchen para ello y se dejen de sermones enérgicos–, que aporten más medios para paliar el hambre y que, del Vaticano, dejen de caer algo. No sé, una ronda de mortadelos para África mismamente. Que repartan la tela, las obras de arte, un trocito de su patrimonio.
Y que en vez de gastarse la pasta en campañas publicitarias que se me antojan innecesarias a estas alturas del siglo, que se lo curren por la desigualdad, las injusticias en el mundo, por el caso de Marta del Castillo, por ejemplo, y por todas las Martas del Castillo que se fueron y las que se irán.
Por cierto, ni un solo cura en la manifestación de Marta en Sevilla y ni un cura en una concentración por la violencia machista, ni por los caídos en aguas del Estrecho, ni por las inundaciones este invierno, ni por nada de nada.
En el cartel que han lanzado, en el que se exhibe un niño y un lince ibérico, el niño pregunta a mí quién me protege. Pues ésa es la pregunta que le hago yo a la Iglesia. ¿Saben los presbíteros cuántos niños son maltratados en España cada año? ¿Saben, asimismo, cuántos niños son asesinados a manos de sus progenitores? ¿Saben cuántos niños nacen con deficiencias y no pueden asistir a los colegios por estar impedidos? ¿Saben cuántas familias españolas no pueden darles a sus hijos estudios superiores por falta de medios económicos? ¿Conocen las cifras de muertes infantiles en los países subdesarrollados? ¿Saben cuántos niños mueren en el mundo por culpa de las minas antipersonas? ¿Saben cuántos niños son explotados sexualmente en el mundo? ¿Saben cuántos son esclavizados en los países con los que, precisamente, España tiene relaciones y buen rollito? ¿Saben cuántos han perecido en el Estrecho de Gibraltar al intentar alcanzar una vida mejor? No. La respuesta es no. No tienen ni puta idea de dónde está la orilla de la playa. Si quieren proteger a los niños, la vida de los niños, el principio no radica en impedir el aborto o sanar a un hermano en una sociedad moderna, libre y democrática, sino en ponerse manos a la obra y exigir, o defender a capa y espada, que millones de niños en el mundo pierdan la vida a manos de los adultos, trabajando, violados o de cualquier otra forma.
Si Dios dio su vida por la nuestra, ¿cómo leches no la voy a dar yo por mi hermano? Si quieren proteger a los niños, simplemente que miren más allá de lo que ven, porque de otro modo estarán enterrando la Iglesia en vida. No sé si me explico.