El ocaso de Lucía

Publicado: 17/03/2009
Nace la noche, de a poco, trayendo bajo su manto las sombras del averno. Lucía no se ha levantado de la cama en todo el día porque las sábanas le han proporcionado la protección necesaria, la justa y necesaria...
Nace la noche, de a poco, trayendo bajo su manto las sombras del averno. Lucía no se ha levantado de la cama en todo el día porque las sábanas le han proporcionado la protección necesaria, la justa y necesaria. Empiezan a desdoblarse las lánguidas luces en la pared y recuerda el mito de la caverna, pero desecha rápidamente la idea de que haya que salir de ningún sitio. Siempre creyó que Platón estaba un poco loco. A sus 19 años, la imaginación aún se le vuela a menudo. Le gusta creerse náufraga en islas de arena blanca, o bien escritora soltera con un par de hijos adoptados, ambos varones. Aprieta el calor de agosto y la colcha está sudada, así que abre la ventana para que entre la brisa de la bahía, de donde empieza a brotar el olor a chistorras y a jazmín.
La vida le ha ofrecido a Lucía unos ojos color aguamarina, así como un alma incansable. Habla un italiano finísimo con acento florentino, pues su madre nació allí y desde su niñez la educó en su idioma y sus costumbres. Vuelve a tumbarse, y de repente recuerda las primaveras de allá bañadas en albas pálidas. Solía colarse con Greta en el Giardino Boboli a pasar las horas muertas y a contarse secretos inconfesables. Su amiga, que tenía su misma edad, vivía al otro lado del río, en Costa Dei Magnoli. La verdad es que echa de menos cruzar todas las tardes el Ponte Vecchio, siempre repleto de turistas, para ir a recogerla después de la hora del almuerzo. Pero desde que los abuelos murieron, Florencia no es más que un hermoso y lejano recuerdo. Tan hermoso que parece pertenecer a otro tiempo, tan lejano que parece pertenecer a otra persona.
Es la primera noche que Lucía pasa en casa desde que volvió del hospital, y los puntos aún le molestan al bajar las escaleras. Su madre la espera abajo con una sonrisa tan triunfal como derrotada. Están solas, hace años que están solas, pues su padre se marchó por la puerta de atrás cuando vio que no podía imponer su mandato, y es que sus ideas ya no cabían entre aquellas cuatro paredes. Tras contestar a las típicas preguntas de una madre preocupada- “Ti senti meglio?”, “Hai bisogno di qualcosa?”-, se sienta a la mesa y come sin soltar palabra. El silencio no es fruto de una amarga distancia entre madre e hija, al contrario, ese silencio simboliza que siguen significando lo mismo la una para la otra. No hay más lágrimas que llorar ni nadie más a quien decir adiós, ambas se despidieron de Mario antes de entrar en el quirófano. Porque Mario ya no está, ahora está Lucía.

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