Málaga, diez de la noche. Tomo la esquina de Larios con la alameda y llego a mi restaurante habitual. Allí está Francis, en la puerta, fumando un cigarrillo para seguir luego con la tarea. Me saluda, nos damos un abrazo. Entro en el salón que estaba a medio llenar. Había una mesa para mí. Suerte a esa hora y en vísperas de Semana Santa, pero la ruina es para todo el mundo, ya saben. Otros compañeros de Francis me saludan. Una camarera, Carmen, me sirve una cerveza fría. Helada, diría yo. Me pregunta sobre esto y aquello y leo la carta. Ceno plácidamente y, mientras oteo el ir y venir de mi colega Francis con la bandeja en la mano atendiendo a los guiris, advierto que hay media plantilla nueva en el local. Le pregunto en un momento dado por el resto de compañeros (Antonio, el encargado, Mari, una de las cocineras…) y me dice que están en la puta calle. Despedidos. En su lugar, hay otra cocinera. Pero no hay otro encargado. Francis se come los marrones: atender y hacer caja, coordinar a los demás camareros y lo que encarte. Todo por el mismo sueldo, claro.
A eso de las doce, antes de concluir Francis la jornada laboral, a puerta cerrada, me invita a una copa y charlamos un rato. Pero antes de aquello, me presenta a una chica nueva en la plantilla. Ana se llama. Es joven. Debe de tener unos veintiocho o así. Lleva cinco años en la hostelería pero ella es periodista. Hizo Ciencias de la Información y cuando acabó la carrera no le quedó más remedio que buscarse la vida donde le pagaran un sueldo medio digno porque al acabar la carrera tuvo que mantener a la ralea. Cosas de la vida. Decía que no soportaba currar por 200 euros en la redacción de un periódico cortando y pegando teletipos. Así que, con el orgullo a flor de piel, se echó a la restauración. Tuvo ideas y proyectos al principio pero más tarde se quedó de empleada en un hotel, luego en un bareto y más tarde en un restaurante. En el que me encuentro ahora. Charlamos largo y tendido sobre la profesión de informar y, de súbito, me dice, casi al susurro: “A veces me da vergüenza trabajar de camarera. No es lo mío. Hice una carrera y fíjate”. Le dije que no tenía por qué sentir vergüenza de buscarse la vida honradamente y que trabajar, en lo que sea, no es robar u otro tipo de actividad de la que te puedas arrepentir para los restos. Trabajar es de gente honrada sea cual sea la tarea que hagas. Lo que sí es una vergüenza es que a muchos periodistas les estén pagando sus jefes una mierda por hacer más horas que un reloj. A esos que pagan una mierda y se aprovechan de los jóvenes que acaban de terminar sus carreras sí les deberían de dar vergüenza por ello. Por explotar a un profesional. Por engañarlo con promesas y por enviarlo a hacer noticias por las que su propio jefe, seguramente, cobraría una pasta considerable.
Vergüenza le debería dar a esas cadenas que contratan a gente ordinaria y sin oficio ni beneficio, como por ejemplo Belén Esteban –que no sabe dónde tiene la mano derecha– y gentuza parecida, por hacer lo que deberían de hacer profesionales de verdad. Gente que ha recibido una formación o se ha formado –de manera autodidacta– a lo largo de muchos años. Jóvenes por los que sus padres se sacrificaron en sacar la carrera a delante. Vergüenza nos debería de dar por encender la tele y ver programas que se aprovechan de los males ajenos para engordar una cuota de audiencia a veces falseada. Vergüenza a esa gentuza que hunden familias por unos cuartos y que persiguen la vida privada de los demás por unos cuantos euros. A esos mercenarios de la información sí les debería de dar vergüenza.
Ana, con los ojos inundados, se arrepentía de haber olvidado su verdadero oficio, pero la vida, me narraba, era entonces así de jodida para ella y los suyos. Se quitó el delantal y lo puso sobre la barra con un cierto aire de hartazgo. Al poco, se echó un chupito y brindamos cuando Francis regresó de tirar el inmenso cubo de la basura. Salud, me dijo, mirándome a los ojos. Por el oficio decente de informar, brindé yo más tarde. Un oficio que hizo su primera aparición (según la Historia) en tiempos de Julio César, siglo I antes de nuestra era, cuando éste hizo colocar en el foro romano el Acta diurna, una especie de gacetilla que mantenía informada a la peña. Así son las cosas, oiga.