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Miedo

Esto de la globalización tiene estas cosas. De repente, más rápido de lo que es capaz de propagarse un virus, asistimos a una pandemia de titulares sobre la gripe porcina. La información de lo poco que se sabe se mezcla con las previsiones oficiales de lo que podría ocurrir si todas las variables...

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Esto de la globalización tiene estas cosas. De repente, más rápido de lo que es capaz de propagarse un virus, asistimos a una pandemia de titulares sobre la gripe porcina. La información de lo poco que se sabe se mezcla con las previsiones oficiales de lo que podría ocurrir si todas las variables negativas se cumplieran. El miedo a lo que podría ocurrir en una sociedad que tolera mal las incertidumbres es en realidad el centro de la noticia. Miedo al que se añade incredulidad. ¿Donde todo está asegurado y reasegurado, cómo va a ser posible que muramos de un catarro?

 Me pregunto cómo verán este ataque de histeria en zonas del planeta donde la malaria, el sida o la desnutrición no son fantasmas sino verdugos que acaban con la vida de miles de personas todos los días. El miedo real que deben sentir las personas expuestas a amenazas tan reales como cercanas, poco tiene que ver con episodios de alarma como éste, en sociedades occidentales acostumbradas a vivir en el espejismo de controlarlo todo.
Estas historias, además, venden. Atraen un numeroso público, factor al que no son ajenos los medios de comunicación cuando llevan a sus portadas gruesos y llamativos titulares. No tiene nada de extraño. De siempre nos han atraído las historias de terror y catástrofes. Recurrimos a la ficción para darnos un subidón de adrenalina sin por ello tener que sufrir efectos irreversibles. Sin embargo, la ficción, con el tiempo, se vuelve previsible y pierde sus efectos. Es entonces cuando un suceso real nos recupera la emoción perdida, brindándonos la posibilidad de proyectar todo tipo de catástrofes.

Lo cierto es que el miedo es una vivencia personal que no necesariamente tiene una escala proporcional con la realidad. El miedo es libre, se dice. Además, es contagioso, muy contagioso. Por eso, en tiempos de crisis como la actual, más que a los economistas empezamos a necesitar de psicólogos y sociólogos para que nos expliquen los factores que explican el comportamiento del personal. Comportamientos que suelen ser más predecibles que la bolsa, como el hecho de que no sólo reduzcan el consumo las personas que pierden el empleo, sino en general todo hijo de vecino, por temor a lo que pudiera pasar.
El miedo, en suma, es manipulable, algo que en política no pasa desapercibido. Parece mentira lo poco que aprendemos. Es posible que no sepamos predecir cuándo y cómo se producirá la salida del túnel, pero de lo que ya podemos estar seguros es que de este tránsito saldrán aprovechados, salvapatrias que una vez más pregonarán que tienen la solución a sabiendas de que no la tienen.

Rajoy califica a Zapatero de ser profeta de falsos amaneceres, mientras anuncia que las cosas irán a peor, salvo que se aplique una política de sacrificios y esfuerzos. No especifica mucho más pero no hace falta, ya le entendemos. Es más que posible que el electorado, movido por el miedo a un empeoramiento de la crisis, opte por apoyar a la derecha. El miedo, en definitiva, nos hace más conservadores, que es tanto como decir que nuestro raciocinio, objetividad y capacidad para proyectar nuevos caminos se reducen a la mínima expresión. Asustémonos pues.

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