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El Loco de la salina

Ha muerto Drácula

No lo vamos a condenar porque tuviera mala cara; ahí está Iniesta, pero al menos no la tenía tan dura como algunos.

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Drácula ha firmado el finiquito. Christopher Lee ha muerto a sus noventa y tres años; iba a decir sin comerlo ni beberlo, pero vamos a dejarlo solamente en sin comerlo, porque un buen vaso de sangre lo volvía loco.      Pero no se equivoquen. Drácula no ha muerto como él hubiera querido. Drácula siempre deseó morir como Dios manda, con su pedazo de estaca clavada en el pecho, mirando un crucifijo, con el hilito de sangre en la comisura de los labios, con la capa puesta y pegándole el sol en la cara. No pudo ser. La gente cree que a esa edad ya era hora de que dejara la cuchara, pero lo que no sabe el personal es que hay motivos más fuertes que esos para justificar la muerte de este muchacho.

Drácula no ha muerto ni con la tapa del pecho hecha polvo, ni con los ojos derretidos por mirar una cruz resplandeciente, ni por los rigores del frío porque es casi verano, ni siquiera por falta de sangre, de lo que nunca se quejó. No se lo van a creer, pero Drácula ha muerto aburrido. Son tantos los vividores que últimamente le hacían la competencia, que se le veía abrumado, encogido y acomplejado. Especialista en chupar la sangre fresca del prójimo, y sobre todo de la prójima, no se conformaba simplemente con chuparla, sino que relamía eróticamente el cuello de la víctima hasta que le dejaba marcados los dos boquetitos de entrada.

Sin embargo, hoy eso no se estila. Drácula lo hacía con clase. Para eso hay que nacer. Hoy cualquier mindundi con mando en plaza te saca la sangre a la primera de cambio en plan cutre y te deja la cuenta corriente chorreando hasta desangrarla totalmente. Por eso, no quiero que se lleven la idea de que Drácula ha muerto así por las buenas. No. A Drácula lo han matado fundamentalmente los que viven de la política; los demás hemos rematado la faena mandándolo al más lamentable de los olvidos. Porque en realidad, ¿a quién le hacía daño Drácula? En cuanto veía que la tarde se echaba encima, se acostaba prontito en su ataúd apolillado y no se metía con nadie. Se levantaba al anochecer, sin molestar. No iba formando follón por las calles, sino que era sigiloso y educado.

No lo vamos a condenar porque tuviera mala cara; ahí está Iniesta, pero al menos no la tenía tan dura como algunos. Es verdad que le gustaba la sangre. ¿Y qué? Al menos no daba el bocado a lo bestia, sino que engatusaba a sus víctimas de tal manera que después del trabajo se quedaban conformes y con un alto grado de satisfacción. Y que conste que no le gustaban los crucifijos, como tampoco pasar por debajo de una escalera, porque era supersticioso a reventar.

Por eso, hoy debemos estar tristes y doloridos. Hemos perdido el oro y nos hemos quedado con el barro. Adiós, Drácula. Tuviste tus años de gloria, cuando en blanco y negro nos metías el miedo en nuestros jóvenes cuerpos. Después llegaron las niñas exorcistas, que, agarradas al cabecero de la cama, con los ojos desencajados y el pelo de aquella manera, te dejaron en bragas.

Por último, en la actualidad, ya tenemos bastante con los vampiros que nos sobrevuelan, y cualquier factura imprevista nos mete el susto en el alma. Para tu consuelo te diré que lo mejor que has hecho es morirte, porque hoy cualquier papelito que recibamos de Hacienda asusta mucho más que tú. Y sobre todo lo que me ha gustado más de ti es que hayas muerto fiel a tus principios y a tus ideas, solito en tu caja, sin hacer pactos con nadie para salir en bandadas al anochecer a sacarle todo el jugo al limón de los ciudadanos.

Sin ti nos hemos quedado huérfanos, y, si tú le tenías miedo a que te metieran la estaca por el pecho, imagínate nosotros, que lo único que esperamos ya de nuestros políticos son estacazos. Y fíjate si tenemos cosas en común, que al final vamos a terminar como tú, huyéndole al día y con los bolsillos llenos de telarañas.

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