El algoritmo marcará el signo de los tiempos. Lo adoraremos en el mismo altar donde en el pasado rezamos a lo divino y a lo humano. Al menos, así lo postulaYuval Noah Harari en su exitoso libro
Homo Deus. Lo importante será el dato, por encima de las personas y los dioses, tomemos buena nota de ello. Durante milenios, tanto la religión como las ideas tuvieron un enfoque teocéntrico. Dios – o los dioses – estaban en el centro de la Creación. El Renacimiento comenzó a resquebrajar esa visión, para paulatinamente girarla hacia la visión antropocéntrica, con el Hombre como centro del Universo. El siglo de las Luces y la consiguiente revolución industrial y científica hicieron el resto. Y, ahora, parece que abandonamos la visión antropocéntrica para abrazar con pasión la visión datacéntrica, con el dato y el algoritmo, como nuevos centros del universo. Suena fuerte, ¿verdad? Pues, más allá de lo acertado o equivocado del pronóstico, ésa es la realidad que conformamos en nuestro día a día.
Para las grandes plataformas tecnológicas, como Google, Facebook, Twitter y otras tantas, lo que les resulta de interés no son las personas que las usan, sino el dato que constituyen. Ya lo decíamos el pasado artículo, cuando no te cobran el producto, es que el producto eres tú. Te ofrecen conectividad a cambio de tu intimidad. Y aceptamos encantados, enganchados como estamos a las redes sociales, a sus pompas y a sus obras. ¿Es eso bueno o malo? Pues más allá de valoraciones morales y éticas, más allá de controles, regulaciones y garantías, esta nueva adicción es, sobre todo, inevitable. O cabalgamos sobre el potro desbocado de la tecnología o languideceremos en una dulce melancolía. ¿O es que acaso el Homo Habilis fue libre de no usar el fuego? ¿O el hombre de las cavernas pudo renunciar a tallar herramientas de piedra? No, no fueron libres. Tan poderosas fueron desde siempre las nuevas herramientas y tecnologías emergentes que quedaron prisioneros de ellas. Quien no las usó fue, sencillamente, desplazado y eliminado por los usuarios adaptados. ¿Qué ocurrió con todas aquellas culturas que no aprendieron a fundir el cobre y después el hierro? Pues desaparecieron, como bien sabemos. ¿Por qué el Occidente industrializado y armado llegó a colonizar el mundo? Pues por la tecnología que descubrió y produjo, ¿por qué otra razón había de ser? Ya lo dijo Schumpeter, la humanidad avanza impulsada por el combustible de las revoluciones tecnológicas en un inexorable proceso de creación destructiva. Muere lo viejo aplastado por el vigor de lo nuevo. ¿Nos suena esa música? Pues claro que sí, es la que interpretan con gozo las empresas tecnológicas en nuestros días, como grandes sacerdotisas del credo emergente. Muere la economía tradicional, florece la economía digital. A Rey muerto, rey puesto, como afirmaría el clásico.
Perplejos, observamos con devoción y pasmo el vértigo que nos agita y el torrente desbocado que nos arrastra. Todo parece cambiar, todo menos nuestros miedos e incertidumbres. ¿Qué será de nosotros? ¿Y de nuestro trabajo? ¿Nos lo robarán los robots? ¿Y de nuestra imperfecta democracia, pero democracia al fin y al cabo? ¿Terminarán gobernándonos con fría eficacia y pleno acierto los algoritmos portentosos? Preguntas que quedarán sin respuesta, porque a nadie, en verdad, les interesa. Nosotros a lo nuestro, a conectarnos felices mientras usamos con incontinencia nuestros smartsphones y nuestras tabletas, ventanas abiertas a ese inconmensurable universo digital que nos reclama para diluirnos en su seno. No, no somos libres, hacia ese futuro datacéntrico, único dios verdadero, caminamos entre loas y alabanzas. Hariri tiene razón. Dios y el Humanismo palidecen ante el vigor del dato y el algoritmo. ¿Existe futuro más allá de su alma digital? Pues eso, hermano, sólo Dios lo sabe. Perdón, ¿qué he dicho, Dios? Rectifico avergonzado. Pues eso, internautas, sólo la Inteligencia Artificial Central puede saberlo. Eso y todo lo demás, claro está…