Nuestro inconsciente colectivo se agita. En el fondo, sabemos que estamos fastidiando a la naturaleza más allá de toda medida razonable. Por eso, tememos su castigo. Roto el equilibrio ecológico, cualquier plaga o hambruna puede suceder. Cada vez somos más y, además, los que somos aspiramos a vivir mejor y a consumir en mayor medida, sobre todo los habitantes de los países que han logrado salir de la pobreza. En 2100 alcanzaremos una población mundial de 10.000 millones de personas, por lo que, incluso en el mejor de los mundos posibles, ejerceremos una fuerte presión ambiental sobre el planeta que nos soporta.
Nuestro inconsciente colectivo, alarmado, nos empuja a actuar. De ahí, la creciente sensibilidad social sobre las cuestiones medioambientales, que determinará, a buen seguro, leyes y políticas. Esperemos no llegar tarde a una situación irremediable.
Que destruimos ecosistemas, extinguimos especies, contaminamos suelos, aires y aguas, lo teníamos bien conocido. Durante esta última década, sin embargo, el foco se ha situado en lo que hemos venido a conocer como cambio climático o, más en concreto, como calentamiento global. Más allá de los datos que los científicos pudieran aportar, asistimos, atónitos, a la fiereza de una naturaleza desatada en ciclones, tornados, gotas frías, inundaciones y sequías. Por eso, de todas las calamidades medioambientales con las que la acción humana puede castigar al planeta tierra, ninguna nos influye y condiciona tanto como el cambio climático omnipresente en noticias de medios de comunicación y en cualquier conversación que mantengamos en el bar, en el trabajo o en casa.
Por eso, el clima es la prioridad. En verdad, las otras fuentes de contaminación deberían obtener el mismo protagonismo, pero, hoy por hoy, los que mandan son los del cambio climático. No está mal que así sea, si sirve para impulsar nuestro compromiso con el medio ambiente. Y, como muestra de su notoriedad, tenemos la importante Cumbre del Clima celebrada bajo el auspicio de la ONU, rica, al menos, en discursos. “Los líderes mundiales hablan mucho, escuchan poco y hacen menos”. Con esta advertencia, nada frecuente en boca de un secretario general de la ONU, Antonio Guterrez inauguró el pasado sábado la Cumbre Juvenil del Clima, que anticipó a la Cumbre del Clima celebrada por los principales dirigentes políticos y económicos del planeta, a excepción de EEUU y China, que están a otras cosas.
Greta Thunberg, la famosa activista sueca de dieciséis años de edad, que dejó el colegio para plantarse delante del parlamento sueco, es el rostro del evento. “Ustedes han robado mis sueños, mi infancia, con sus palabras vacías”, recriminó a los países y empresas asistentes, que viene a ser algo así como el cura que regaña a los fieles que van a misa. En fin, Thunberg posee la imprescindible fuerza del icono, precisa para cualquier gran movimiento. De hecho, miles de estudiantes participaron en las manifestaciones celebradas la pasada semana contra el cambio climático en multitud de ciudades de América, Europa, Asia y Oceanía, impulsada y bendecida, de alguna manera, por ella.
Es cierto que el clima cambia. De hecho, siempre lo hizo a lo largo de la historia. Han existido periodos mucho más cálidos que los actuales y también mucho más fríos. Pero es cierto que la actividad humana, por la acumulación de CO2 en la atmósfera, puede tener responsabilidad en estos cambios. Estemos atentos a los compromisos concretos que se alcancen en la cumbre. El medio ambiente es nuestro gran reto, comencemos por predicar con el ejemplo.