Cuando trato de comprender las raíces de la crisis actual, debo hacer un esfuerzo enorme para no sucumbir a la desorientación y al desasosiego. Conceptos como “prima de riesgo”, “deuda soberana” y “activos tóxicos” se han infiltrado en nuestras vidas hasta hacerse tan presentes como cuerpos. Pero no lo son, no han perdido su genuina naturaleza: siguen siendo exponentes de un lenguaje oscuro, tecnificado, que proviene del modo de vivir al que han arribado las sociedades occidentales tras siglos de evolución tortuosa. Ya no podemos olvidar que el hombre hace su propia historia, y que la historia hace al hombre.
A ese modo de vivir le hemos llamado “democracia”. Y pese a las enormes desigualdades y la lucha titánica de intereses que se ocultan tras su estructura formal, nos habíamos creído que era el mejor de todos los sistemas de convivencia posibles. Pero es una realidad histórica, vivida en tiempo presente con dramática intensidad, que la democracia todavía adolece de una falla descomunal: no es capaz de asegurar un mínimo de seguridad vital, de dignidad vital, a las personas que nacen y mueren a su amparo.
La democracia no ha sabido educar a los seres humanos para ser menos egoístas, menos vanidosos, menos depredadores con los suyos y con la naturaleza, más conscientes de que toda cultura, todo producto del hombre que no logra vertebrar al entramado social, está destinado a perecer, incluso violentamente.
El capitalismo ha colonizado nuestro pensamiento, nuestro imaginario. Promete al ser humano una felicidad terrenal imposible de lograr y que resulta al final una mentira obscena, porque se basa en la avaricia y en la explotación del más débil.
Cierto es que este rasgo no es exclusivo del capitalismo. Lo es de toda forma de poder institucionalizado que fomenta la separación, el desequilibrio, la rencilla, el acaparamiento. Nunca entenderé a una civilización que gasta billones en armas nucleares en lugar de construir hospitales y formar a las personas en el respeto al bien común, que no es otra cosa que la suma de todos.
La consecuencia de este modo de vivir achatado, cruel, es nuestro miedo a un futuro incierto, nuestro individualismo como defensa, nuestra incapacidad de mejorar como especie.
Tenemos, pues, una dura tarea por delante que no se solucionará con una cita electoral. Está demostrado que los gobiernos vienen y van en brazos de su impericia. Está demostrado que la sociedad precisa de un esfuerzo de maduración. Lo primero que se impone es renovar una idea que parece haber caído en el olvido: sin reparto, la paz se esfuma.