No sé si es una sensación mía. Tampoco sé si otras personas perciben, como yo, lo cargada que está la atmósfera...
No sé si es una sensación mía. Tampoco sé si otras personas perciben, como yo, lo cargada que está la atmósfera. Pero tengo que asegurar -es más: lo aseguro- que cada vez hay más gente crispada que salta por lo más mínimo. Y yo, que soy persona de paz, ando con un tiento exquisito para evitar turbulencias a mi alrededor. De buenas a primeras resulta que algunos de los nuestros se creen los dueños de todo el dinero que se mueve en el mundo, y claro, si son los amos de los chismitos, es normal que estén ojo avizor y más moscas que el que se tragó el anafe.
Estaba esperando a un amigo cerca de la cola de un autobús cuando me llamó la atención las voces que profería un hombre relativamente joven: “A ver que se han creído esos (esos serían el Gobierno), el dinero no es de ellos, es nuestro, que para eso pagamos los impuestos; y con mi dinero no van a seguir enriqueciéndose los bancos”. Me maravillé de al menos tres cosas: que el dinero fuera verdaderamente nuestro -es decir de todos-; que inmediatamente se convirtiera en “su dinero” y tres, que él pagara grandes “impuestos”. No es por nada pero, viéndolo, no tenía aspecto de disponer del mogollón de millones que se van a poner a disposición de las entidades crediticias.
También era dueña del Banco de España la señora que entrevistaron en la tele que se proclamaba republicana y añadía que con su dinero no quería pagar a la Casa Real. Pero mire usted, señora -pensé al verla tan sofocada- ¿usted sabe, al menos, cuánto vale una presidencia de la república? Pues nada, ella tan suya porque la Reina ha tenido un presunto ataque de incontinencia verbal y ha dicho justamente lo que piensa. ¡Que fuerte, que fuerte! que dirían los del tomate.
Yo no me quiero meter en historias pero me malicio que la soberana ha dicho lo que quería, y que no se ponga ufana Pilar Urbano (aunque se esté forrando con las ventas) porque -casualidades de la vida- no le ha sacado una palabra sobre el divorcio. Ahí dejo la cosa, que no es bueno nombrar la soga en casa del ahorcado. Doblemente colgado, vaya.
Antes de que se me olvide, que uno tiene cada fogonazo que no veas, quiero dejar constancia por escrito de que cuando sea mayor me gustaría ser loro. Repito: loro. Pero no loro de repetición sino de los que comen chocolate. Conste en acta, por delante, que detesto el cacao y sus sucedáneos pero ser ave picuda resulta de lo más apetecible.
Que dicen, por ejemplo, que habría que recortarles a fondo los sueldos a los políticos, siempre sale alguien y afirma que eso es “el chocolate del loro”. Si un presidente autónomo se compra un coche de ochenta millones no dejan de ser -además de un disparate- apenas unas migajas para el animalito con plumas. Nada, calderilla. Por eso digo que quiero ser loro y que me larguen todas esas porciones nimias que tanto indignan a mis congéneres los humanos, claro. Menuda vidorra. Más o menos como la que se está tirando más de un pájaro de cuentas. De altos vuelos, por supuesto.