La intrépida y costosa apuesta de
Movistar por la serie
La Fortuna se explica por el nombre de su director,
Alejandro Amenábar, debutante en un formato que se ha convertido en territorio preferente para realizadores de prestigio dispuestos a explorar nuevas posibilidades narrativas de la mano de un mayor margen de libertad creativa.
Woody Allen, Scorsese, David Fincher, David Lynch -pionero en su día con
Twin Peaks-,
Steve Mcqueen o
Paolo Sorrentino, han encontrado en el ámbito televisivo la posibilidad de abordar historias más elaboradas, con las mismas estrellas que en el cine e incluso más medios a su disposición. Sin embargo, hay algo que falla en la serie de Amenábar que la sitúa por debajo de todas esas expectativas y posibilidades; y ese algo se llama guion, que, en el caso de
La Fortuna, sucumbe al aroma de best seller que desprende el trazo grueso desde el que describe a muchos de sus personajes -sobre todo los españoles-, así como algunas de las situaciones inverosímiles que plantea -la persecución final de los camiones roza un poco el ridículo-.
De Amenábar queda, por supuesto, un notable trabajo de dirección, el de alguien que sabe contar una historia pese a las debilidades del argumento, que sabe dónde situar la cámara, captar las miradas, subrayar los detalles, trabajar la progresión dramática, manejar los códigos del suspense, deleitarse en una sala de juicios y brindar al público la emoción desatada por dos tipos sensacionales:
Clarke Peters -el inolvidable inspector de
The wire- y el siempre eficaz
Stanley Tucci, fichajes internacionales que contribuyen a compensar la falta de autenticidad bajo la que están descritos los demás protagonistas sobre el papel, ya que nada hay que achacar a Ana Polvorosa -es su mirada la que capta con mayor convicción- ni al interesante elenco de secundarios, caso de Manuel Solo, Pedro Casablanc o Karra Elejalde.
La serie en su conjunto es entretenida, tan entretenida, ya digo, como lo puede ser el best seller en que está inspirada, con todos sus artificios y clichés, pero ni siquiera la subtrama política está dotada de la consistencia suficiente como para reconsiderar el papel fundamental del funcionariado al que reivindica frente a la ineptitud de los cargos electos y sus principales asesores. Todo bajo la firma de Amenábar, sí, del que cabía esperar una obra más sólida y menos artificial.