Al llegar a casa procedí a la ceremonia del cambio de agenda. Nada que ver con aquellos otros tiempos en los que esta útil herramienta de trabajo se convertía algo así como en la guía de mis pasos. Flamante estaba la anterior esperando el relevo. Ciertamente no tuve valor para abrir sus hojas en busca de una cita olvidada, un teléfono necesario o un recordatorio de aniversario o cumpleaños.
Era consciente de que estaba absolutamente en blanco, que no había escrito nada en ella -ni bueno, ni malo- porque nada necesitaba escribir. Miré el tomo de tapas de piel y cantos dorados y me dije, en un ataque de sinceridad, que me estaba equivocando gravemente. Es verdad que la vida de un jubilata es monótona por reiterativa y, si me apuro, monocorde, pero de eso a que todos los días sean iguales va un abismo. Sin embargo las hojas sin usar -una por día, ya digo- eran como trescientos sesenta y seis aldabonazos para despertarme de la rutina. Y en ello estoy.
Claro que no sé si es peor el remedio que la enfermedad porque he rescatado una vieja, la del último año de mi vida laboral, y me he llevado no pocos disgustos. No de las cosas del trabajo, que ni me inmuto con aquellos quehaceres, ni los añoro, ni me motivan, la cosa ha sido cuando empecé a repasar el listín telefónico y tropecé con los nombres de muchos amigos ya ausentes, también con la enorme relación de firmas comerciales con las que me relacionaba que han desaparecido, o ellas o quienes fueron sus importantes directivos -jubilados o en el paro-. ¿Quién dijo que era bueno volver la vista atrás? Me temo que no, que hay que mirar para adelante y olvidarse de las hojas de los días que no dejan de ser obsoleta medida del tiempo llevadas a menos por los ordenadores. Estuve por tirar al contenedor la nueva agenda; no lo hice por respeto a mi amigo, que si no…