El Gobierno de Kabul (presidente Hamid Karzai, sostenido por Washington) ha denunciado este tipo de ataques indiscriminados. Según el decir de algunos corresponsales europeos enviados a la zona, fuera de las altas esferas políticas de Kabul, la población civil no distingue entre los soldados norteamericanos y las tropas de las Naciones Unidas. La capacidad de ocultamiento de los milicianos islamistas entre la población civil, constituye uno de los grandes obstáculos para el triunfo de la solución militar al problema de Afganistán.
El otro es la corrupción de las altas esferas políticas de Kabul y en las diferentes capitales regionales; corrupción que genera el caldo de cultivo ideal para el primero de los dos grandes negocios de los políticos y los señores de la guerra locales: el cultivo de opio y el tráfico de heroína. El segundo gran negocio lo constituyen las subvenciones, los dólares de la ayuda internacional que se desvían por millones de su camino previsto hacia hospitales, escuelas, programas de alimentación, alfabetización y construcción de carreteras para ir a parar a manos de funcionarios y militares afganos. El Gobierno Karzai –pozo sin fondo para la ayuda internacional–, apenas existe fuera de Kabul y el resto de las capitales del país.
El presidente electo Barack Obama habló durante la campaña electoral de disminuir el número de soldados destacadas en Iraq y aumentar el de los que operan en Afganistán. Ahora son alrededor de 60.000 soldados extranjeros destacados en el país. Hace treinta años, la Unión Soviética llegó a tener cerca de medio millón y fracasó en su intento de controlar un país en el que -desde los tiempos de Alejandro Magno-, la guerra ha formado parte de las vidas de sus habitantes. Por sí sola, la solución militar no resolverá el problema de Afganistán. Algunos expertos occidentales empiezan a cuestionar el sentido de aquel combate lejano y se preguntan si hay razón para luchar durante mucho tiempo por la libertad de un pueblo que apenas lo hace por sí mismo. De ahí la pregunta inicial: ¿Debemos –los españoles– seguir en Afganistán?