El próximo 15 de noviembre se celebrará una reunión en la que un seleccionado club de países debatirá sobre la reorganización del orden económico mundial. Allí estarán los más ricos entre los ricos y los más ricos entre los pobres, los que denominamos países emergentes. España, que lo fue durante un tiempo, cuando dejó atrás los años del hambre y del subdesarrollo, ocupa en estos momentos el octavo lugar entre las potencias industriales del mundo. Sin embargo, la cosa parece poco para ocupar un lugar en el G8 y parece demasiado para que se nos pueda considerar país emergente.
La reunión la convoca George Bush, uno de los autores por acción o por omisión de la catástrofe que se pretende restañar. Para la fecha, Bush estará haciendo las maletas y retirando retratos de la casa Blanca mientras el mundo tendrá sus ojos fijados en su sucesor, que once días antes habrá sido elegido por las urnas y que está llamado a coliderar lo que de futuro tenga el actual orden. Por si esto fuera poco, el repaso de algunos nombres de los llamados G20 no resiste la menor comparación con España, ni en potencia económica, ni en respeto a la democracia, ni en política exterior, por muchas vueltas que se quieran buscar a nuestra potencia diplomática. Si para estar en el G20 hay que tener la economía de Argentina, el respeto a los derechos humanos de China o de Rusia, o la política exterior de Turquía, por ejemplo, casi sería mejor no estar llamados a esa cueva.
Pero España debe estar ahí. Porque su potencia industrial supera ya a algún miembro del G8, porque alguno de sus bancos están entre los más poderosos y solventes del planeta y porque su sistema financiero ha aguantado de momento los embates que no han podido superar quienes están ahora llamados a la mesa. Y no porque necesariamente seamos mejores, sino porque aprendimos muy bien en los años 80 las lecciones que el mundo debe ahora repasar para afrontar los nuevos tiempos. Quizás alguno piense que nunca debimos dejar de ser los monaguillos de quien nos ignora para poder estar sentados ahora en la mesa, pero muchos pensamos que si ese era el precio, casi mejor no estar. Aunque no renunciemos al deseo de que, al final, el sentido común se imponga por encima de los rencores infantiles de un presidente moribundo y letal como George Bush, a quien su Dios guarde muchos años.