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Hablillas

Echar el cierre

El sonido de la cerradura, metálico, repetido y monocorde da paso al silencio ensordecedor de lo deshabitado.

Se trata de una acción que se repite desde hace tiempo. El paseo diario forma parte de la rutina que generalmente acaba en el autoservicio o en la frutería habitual antes de enfilar la calle que nos lleva a casa. Sin embargo muchos son los locales que de un día para otro, a nuestro paso, pegan sobre los cristales el cartel informativo ofreciéndose para alquiler o venta.

Verlos vacíos dan la sensación de frialdad, condenados a un olvido inminente por el que aún vuelan los colores y las formas del género que mostraban para ser vendido. Seguro que si pudiéramos entrar en alguno oleríamos lo que guardó, complementos, adornos para la casa -qué más da-, impacientes ellos por ser elegidos al primer golpe de vista, esperanzados en ser acariciados, cogidos y adquiridos por el cliente con el fin de disfrutarlos.

Las ilusiones se colgaron en sus paredes, otras reposaron en el escaparate y las que se quedaron en la trastienda se fueron desvaneciendo poco a poco. Cada local que cierra es un azote que duele y escuece como un latigazo dado con un alambre de púas, porque vemos la imagen, el rostro desolado y triste de quien empaqueta el remanente. La serenidad oscila entre la frustración y la inquietud del vendedor que va acomodando los objetos en una caja, vientre de cartón al que vuelven para apilarse en un almacén hasta que alguien la compra y el remanente recibe de nuevo la caricia de la luz y el aire.

Esta etapa crítica remolonea, barzonea por nuestra geografía sin prisa ni pausa, estancándola, impidiéndole crecer. Parece que hay una mano negra empujándola al abismo, al agujero negro donde muchos quieren verla. Vivimos una situación  difícil que no deja de gotear, que tiene trazas de nunca acabar, porque el cierre se sigue echando. Muchas de estas tiendas abrieron sus puertas junto a grandes centros para ayudarse, enfocándose hacia la opcionalidad. La realidad fue distinta a la estimada. Y las de toda la vida sufren, además, la falta de relevo generacional, por lo que la jubilación y la ley obligan a una decisión difícil de tomar y de asumir.

La llegada de estas fiestas daba un empujón, era como reponerse para subir la cuesta de enero, sin embargo algunos locales no han podido esperar a recibirlo y sin remedio se han visto obligados a permitir que sus escaparates se pinten con pajarracos blancos. Con la esperanza en que pronto haya una mano que los atenúe hasta borrarlos, el local se cierra. El sonido de la cerradura, metálico, repetido y monocorde da paso al silencio ensordecedor de lo deshabitado.

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