La semana se despidió con una avalancha de mensajes en el buzón de entrada del ordenador. Las direcciones eran conocidas, visitadas regularmente por nosotros, pero la alarma saltaba cada vez que se oía el avisador. No terminábamos de reunir el valor para abrirlos, pero la lógica acabó imponiéndose. Leído el primero, todos tenían el mismo contenido con más o menos literatura, esto es, la información sobre el nuevo reglamento de Protección de datos de obligado cumplimiento que entraba en vigor a partir del pasado viernes.
Una vez comentado el tema en los chats y comprobada su veracidad por los más despabilados en este campo, la duda se fue alejando, porque según la ley ahora las empresas digitales que visitamos están obligadas a dar todas las explicaciones posibles sobre el uso que les den a nuestros datos, a informarnos sobre nuestro derecho a causar baja voluntariamente entre sus contactos o a nuestra continuación, es decir, todo aquello que se supone ya conocíamos y que se escondía en una dirección subrayada en el cuerpo del mensaje.
El usuario, por lo tanto, puede tener más control sobre su información personal, dificultando que estas empresas digitales la difundan o comercialicen sin su permiso, por lo que es precisa nuestra autorización más allá del relleno de casillas. De ahí la recepción de estos correos detallando la actualización de la política de privacidad y que hasta ahora bastaba con cliquear sobre el enlace que aparecía en distinto color al resto del texto.
Ya era hora, dijo el periodista que dio la noticia, sin embargo queda el cabo suelto -entre otros muchos- de los cookies, esas galletas digitales que ocultan una parte de lo que queremos leer, que no desaparecen a menos que pulsemos en una de las dos casillas que concluyen en una afirmación encubierta con un “entendido” o “más información”, galletas que incitan a morderlas virtualmente ofreciendo, más bien insistiendo, en lo que se suele buscar.
Basta un clic para que el sitio Web pueda campar a sus anchas y consulte la actividad del usuario. Es como permitirle trastear, registrar, entrar hasta la cocina, que se decía antiguamente con la correspondiente salvedad. Ciertamente se pueden eliminar o bloquear, pero estas opciones no aparecen fácilmente, no se ven a simple vista, por lo que es imposible ir contra ellas y mucho menos independizarse del ciberespacio, del nuevo hogar de la mente, como lo definió John Perry Barlow. Vaciemos los buzones porque hará falta otra revisión de la política de privacidad.