Ha pasado una semana y con la paciencia a nuestro lado, vamos viviendo los días. El confinamiento no cuesta menos que antes, sin embargo la desolación se lleva peor. La calle vacía es como una escena de las primeras películas de ciencia ficción, con el silencio tan estremecedor como el blanco y negro de la cinta, precursor de catástrofe. Ahora más que nunca hay que echar mano del optimismo, aunque ande extraviado. Por eso hemos agradecido los mensajes en el móvil, a punto de echar humo a veces; el juego peliculero con los emojis -disculpas por el plural si no es el correcto; las iniciativas a escribir en cadena que facilitan las redes sociales. De alguna manera, hemos paliado el aislamiento, hemos sabido que al otro lado de la pantalla ha habido alguien dispuesto a contestar. Y nos quedamos con los momentos agradables, con los textos más coherentes con la situación, eliminando aquellos que nos han confundido tanto.
La incertidumbre sigue revoloteando sin fecha estimada de terminación. Vivimos un presente raro, con clases virtuales -bravo por los profesores- y conversaciones a través de la pantalla, alabando estos adelantos que nos facilitan la vida en general y las horas en particular.
Cuando todo esto empezó, no pensamos o no quisimos pensar que nos sobrepasaría. Lo cierto es que, al cabo de una semana larga, vivimos pensando en el presente alejándonos no más allá del día siguiente, distrayendo la ansiedad con todo cuanto anda guardado o amontonado en casa, donde la vida continúa, donde la jornada se mueve entre las habitaciones y el paseo por el corredor. Fuera todo está quieto, excepto el viento que acaricia los cristales, que juega al escondite con el frío, que agrupa las nubes hasta ahogarlas, desviando la caída de la lluvia. El mal tiempo, lo propio en esta época, viene a propósito para unirse al confinamiento, justificando la coyuntura como si fuera un pecado venial. Tal vez por eso la gente desea que llegue el anochecer para romper a aplaudir a la hora fijada en los chats, para cantar con emoción y jalear con alegría, para regalar melodías mientras los escuchantes dan las gracias con ráfagas de luz. Por eso y más que nunca hay que agarrarse a estos momentos que ocupan, quizás, la parte más pequeña del dìa, que aportan tanta frescura como el aire que sopla, enfría y enjuaga la noche isleña.
Ánimo y a por esta semana.