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Agujetas, la última ‘puñalá’

Se nos ha ido pues no sólo el cantaor más 'herío', sino también un acaparador de sensaciones contradictorias, que a su vez, y con o sin disputas, no tenían más remedio que doblegarse ante su grandeza, la del ser humano y la del artista rebelde de sí mismo.

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  • Agujetas en el Villamarta -

Como un eclipse de luna, que por capricho o destino, ha querido oscurecer más aún la negrura del cante gitano, se ha ido a los altares este Manuel de los Santos Pastor, el último cantaor. Apunté en su día que antes de cantar Agujetas sólo había silencio, y que después de su cante sólo quedaba ese mismo silencio… pero estremecío. Dueño y poseedor de los secretos del cante más rancios, cuando este indomable volcán de pasiones se expresaba dejaba fluir la más clara y oscura esencia del flamenco, esa que por sabia y pura arañaba por dentro. Pienso que los genios están plagaítos de heridas en el alma, esos avatares y desazones de la vida, que con justicia o no, los llevan a ser personas diferentes. Tienen pues, ellos los genios, un sentido muy profundo de la condena amarga y del sangrar por dentro.
Es esa amargura y esa sangre, la que fluye en la soleá y la seguiriya, y que se alza, cuando la ocasión es propicia, para crear una belleza tal, que es naturaleza misma, única, sola y errante… aparte. Y es entonces cuando te das cuenta de que es esa naturaleza, y no ésta o aquélla, la única y verdadera, la que mantiene el cante en su sitio, la que no se doblega ni ante modas ni imposiciones, y la que por anárquica y primitiva es espejo del alma. Manuel Agujetas no sólo tocaba o arañaba ese espejo, pozo o caudal de ese agua oscura, la misma o semejante a la de las muñecas toreras de Paula, sino que más allá y, al igual que Paula, es agua y luz oscura de unos milagros que ni precisan explicación ni existe análisis que los resista, porque el milagro es duendísticamente caprichoso, endiablado en ocasiones, y o bien tienes a bien aceptarlo o bien no los entenderás jamás.

Y es que cuando Manuel Agujetas hacía suya aquel agua de Manuel Torres, conseguía abrir al mar en dos, cual Moisés que sabía escuchar al maestro para predicar un mensaje sagrado, cumbre de las más altas montañas borrascosas y profundo en los océanos más oscuros. Porque Manuel, cuando cantaba, sentenciaba, predicaba y hasta infringía un sinfín de pecados y condenas. Quizás la mayor de todas era aquella de robarte la razón y con ella el sentimiento. Ni que decir tiene que esa sinrazón y desazón de su excesivo temperamento, lo llevaban a veces inclusive a ser su mayor enemigo, peligro de sí mismo y martillo golpeador de sus propias disputas e insatisfacciones. Pero igualmente cierto es que al genio hay que entenderlo como un ente aparte, similar a ese eclipse de luna, que amanece o se oculta al mundo muy de cuando en cuando, y que es excepcional por ser precisamente… único.

El ser incomprendido forma parte de la propia naturaleza del artista y su cultura, claro está, de aquel que lo es porque sí. Por todo ello, yo siempre fui seguidor de este eclipse de luna llamado Manuel Agujetas, patriarca real de unas formas cantaoras harto olvidadas por las últimas generaciones y rompedor de las agujas del reloj del tiempo, pues cuando uno canta así, ni es pasado ni futuro… se es eterno. Fiel a sí mismo, para bien o para mal, jamás dejó a nadie indiferente, y como los buenos toreros de arte, o bien obtenía el clamor o bien la espantá. Era precisamente esa avasalladora incertidumbre de su carácter un rasgo inequívoco de su visceral raíz cantaora, la de ese no saber qué pasará, la que creaba a su vez una atmósfera tan mágica como inesperada.

Se nos ha ido pues no sólo el cantaor más herío, sino también un acaparador de sensaciones contradictorias, que a su vez, y con o sin disputas, no tenían más remedio que doblegarse ante su grandeza, la del ser humano y la del artista rebelde de sí mismo. Y es que un artista debe ser reflejo de sus inquietudes humanas, de su temblorosa incertidumbre, sin miedo a mostrarse como tal. En este sentido, dudo mucho que haya habido un cantaor siquiera igualable a Manuel Aguajetas, donde el escalofrío a flor de piel era sólo el inicio de un tropel de puñalás que te recorrían el cuerpo. Esas puñalás en sus tonás, fandangos o bulerías para escuchar, eran las mismas que dolían pasados los días, en forma de recuerdo, bucle de una madrugá sin tiempo.

No hace falta nombrar sus actuaciones y méritos por todo el mundo, pero aún tenemos frescos, casi a flor de piel, el sudor frío de su cante en sus últimas apariciones, donde pese a la edad, sentó cátedra en la Bienal de Sevilla o en la misma Guarida del Ángel jerezana. Últimamente, me decía que tenía ilusión con ese monumento que dentro de muy poquito le pondrán en Jerez, y pese a algunos achaques de salud, me decía afanoso que muy pronto iba a cantar aquí, al igual que me hablaba de un proyecto literario en el que le ayudaba su señora, el cual yo le animaba a terminar.

Voz y eco de una pureza ingobernable, crisol de la seguiriya, rey…del cante gitano. Descanse en paz Manuel de los Santos Pastor, por siempre eco y cueva del sonío más ancestral, espina y sangre de la flor del cante.

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